Restringido
Bush y Clinton, ¿volver a empezar?
La más que probable candidatura de Jeb y Hillary a la presidencia de EE UU suscita tanto entusiasmo como dudas por la falta de líderes alternativos en Washington
Llegó la Navidad y Jeb Bush, el hijo al que George Bush padre consideró siempre su heredero político, dio el paso que esperaban millones de norteamericanos anunciando que presentaría su candidatura a las primarias del partido republicano para llegar a la Casa Blanca. El trasfondo elegido por Jeb Bush para comunicar el importante paso no pudo ser más meditado. No lo hizo bajo un árbol navideño, ni tampoco abrazando a Santa Claus. En medio de una de las fiestas cristianas por antonomasia, Jeb optó por postularse mientras encendía las luces de Januká, la fiesta judía paralela a la Navidad.
Se mire como se mire, el retoño del poderoso árbol Bush estaba buscando de manera más que confesa el respaldo del voto judío. El hecho desvela su enorme significado cuando se recuerda que en 1988 su padre se convirtió en presidente con tan sólo el cinco por ciento del voto judío, algo no tan sorprendente si se tiene en cuenta que los judíos, como afirma un conocido dicho americano, «ganan dinero como los episcopalianos, pero votan como puertorriqueños», es decir, que mayoritariamente respaldan a los candidatos demócratas. George Bush quedó tan convencido tras aquel triunfo electoral de que podía prescindir del respaldo judío que, tras la victoria en la guerra del Golfo, se atrevió a retener un préstamo solicitado por Israel y a convocar una conferencia en Madrid que sentó por primera vez a negociar frente a frente a israelíes y palestinos, dejando de manifiesto que estos últimos se hallaban más cerca de aceptar las posiciones diplomáticas de EE UU.
Bush padre pagó bien caro aquel atrevimiento y perdió una reelección –que todos daban por segura tras la victoria contra Sadam Hussein– frente a un político de tercera fila llamado Bill Clinton. A diferencia de Bush, Clinton desarrolló una política que el historiador israelí Avi Shlaim ha calificado de «indulgente» en relación con el uso de la violencia por parte de Israel, por ejemplo cuando bombardeó Líbano en julio de 1993. Clinton ganó la reelección a pesar de un acoso nada baladí por parte del partido republicano, pero, de manera bien significativa, su vicepresidente, Al Gore, tuvo que enfrentarse en la carrera presidencial con George W. Bush, el hijo más controvertido de la familia. George W. Bush no sólo insistió con notable habilidad en afirmar que Cristo era el personaje más importante de la Historia universal porque lo había arrancado del alcoholismo y lo había convertido en un hombre de provecho, sino que no incurrió en la actitud del padre y desarrolló una política muy cercana a Israel. A día de hoy, por ejemplo, no pocos analistas consideran que la invasión de Irak no tenía nada que ver con los intereses de Estados Unidos y que, fundamentalmente, buscaba poner fuera de combate a Sadam Hussein, cuyas instalaciones de Osirak habían sido bombardeadas por la aviación israelí para impedir que pudiera llegar a tener armamento nuclear.
Fuera como fuese, lo cierto es que George W. Bush logró la reelección, pero a su salida de la Casa Blanca Estados Unidos se encontraba en una penosísima situación. A una crisis económica de gravísimas repercusiones internacionales se sumaban dos guerras inacabadas a día de hoy. La siguiente confrontación electoral contempló a Hillary, la esposa de Bill Clinton, compitiendo para ser nominada como candidata demócrata a la presidencia. Sabido es que se vio relegada por la aparición de un fenómeno sin precedentes llamado Obama. Ahora, con una elección cercana, pudiera ser que los Clinton y los Bush volvieran a enfrentarse. Jeb Bush –que tuvo una trayectoria notable como gobernador de Florida– pretende aparecer como un protector de las quintaesencias del partido republicano en torno a cuestiones como la reducción de impuestos, el aumento del gasto armamentístico y el respaldo incondicional a las tesis del Likud israelí. Sin embargo, no son pocos los republicanos que ven con escepticismo su candidatura, siquiera porque consideran que tres Bush en la Casa Blanca desprenden un tufillo dinástico poco compatible con las instituciones republicanas y que, además, el balance de sus presidencias es, como mínimo, discutible.
Hillary no podrá ser ya la primera en cortejar el voto judío, pero es más que dudoso que deje de atraerlo y, sobre todo, que no haga todo lo posible para capitalizar la recuperación económica vivida bajo Obama y, muy especialmente, las magníficas cifras de desempleo y crecimiento económico conseguidas por su marido. Mientras tanto, la opinión pública se encuentra dividida. Millones de ciudadanos consideran que Bush y Clinton son los mejores candidatos para sus respectivos partidos. Sin embargo, no son menos los norteamericanos que se preguntan si los partidos se encuentran tan exhaustos como para no encontrar alternativas a estas dos dinastías políticas. Porque lo cierto es que, digan lo que digan sus seguidores, ninguno de los dos candidatos tiene, a día de hoy, la victoria asegurada.
Los demócratas lideran las encuestas
Mientras todo parece presagiar que la próxima presidencia norteamericana se jugará entre las dos dinastías políticas más fuertes del país, a falta de dos años para la cita electoral las encuestas no se han hecho esperar.
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