Estados Unidos
Donald Trump: Un caudillo del dinero enamorado de sí mismo
El perfil de... Donald Trump. El magnate ha seguido en su meteórica carrera política el mismo espíritu temerario que empleó como empresario para triunfar
En un reportaje de este fin de semana, «The New York Times» publica un inolvidable perfil de Donald Trump a pocas horas de que EE UU abandone las sales para echar mano del desfibrilador. Contemplamos al candidato en su avión de combate, ese jet privado con el fuselaje pintado a mayor gloria del dueño, mientras calibra las consecuencias que podían derivarse del anuncio por parte del FBI de que reabría el caso de los «e-mails» de Hillary Clinton. Sus áulicos, después de comerse unas almendras y sorber la inevitable Diet Coke, le explicaron que podía ganar. Siempre y cuando renunciara al Twitter y se atuviera al guión del «teleprompter». O sea, siempre que actuara como si en lugar de Donald Trump fuera cualquier otro. Un político alfabetizado. O un candidato convencional en lugar de un centauro, mitad Jesús Gil visto por Martin Scorsese mitad caballo loco, reactivo a la diplomacia, la inteligencia homologada y la urbanidad más elemental. Un juego peligroso, pues de subsumirse en la corriente dominante, Donald Trump corre el riesgo de perder sus superpoderes, que van del grito hipohuracanado al bisoñé fluorescente. Qué remedio.
Ante el descalabro demoscópico y la procesión de denuncias por supuestos abusos sexuales, había llegado el momento crucial en que el héroe abre el maletín de las soluciones desesperadas. Dado el empate que dan las encuestas, y a falta de que las urnas confirmen las revelaciones de San Juan para planetas acosados por el inminente acabose, parece que la jugada ha funcionado.
¿Pero quién es Mr. Trump? Hijo de inmigrantes escoceses y alemanes, la Wikipedia lo define como «empresario, político, personalidad televisiva y escritor». Nada que objetar, excepto para añadir que en el universo catódico destacó como estrella de «reality shows» y en la escritura como eficiente patrón de negros literarios que le escribían sus compendios de autoayuda fiscal y homeopatía financiera. Retoño de un constructor de Queens, el pequeño y revoltoso Trump fue expulsado del instituto a los 13 años por matón. Sus atribulados padres lo inscribieron en uno de esos colegios militares de los que hablaba Tony Soprano cuando cantaba las virtudes de Gary Cooper mientras fantaseaba con enderezar al tarambana de Anthony Soprano Jr. cada vez que el adolescente rompía la hucha paterna para invitar a los amigotes a cajas de champán Cristal. Incorporado a la saga empresarial y armado con la potente chequera paterna, Trump resolvió muy pronto que si quieres llegar a algo en esta vida más te vale dejar de construir apartamentos en Queens para inmigrantes y contratarlos, a ser posible sin papeles, para levantar torres en Manhattan. Como explicaba un día Woody Allen, la distancia que entonces iba de Brooklyn y Queens a Manhattan bien podía equivaler a la que separa la Tierra de Marte. Con los zapatones firmemente asentados en la Quinta Avenida, el joven escualo rescató el hotel Grand Hyatt y tejió una red de intereses comerciales que hicieron de él uno de los jóvenes leones de la isla. Pronto hubo torres bautizadas con su nombre, primero en Manhattan y después en Hawái, Chicago y Panamá. Ávido de explorar nuevos ecosistemas, sus inversiones en los casinos le llevaron a la bancarrota, quiere decirse al estrellato. Tras quebrar a un buen puñado de inversores, gozó del fervor de un público encantado de admirar la estoérica redención de un caballero que no duda en herrar sus iniciales en un chuletón con 20 días en cámara o en una rubia tontiloca dispuesta a llevarle los palos de titanio. Regresó de entre los muertos para erigir torres más altas, participar en el certamen de Miss Universo, implicarse en los campeonatos de lucha libre y presentar un programa, «El aprendiz», donde a cambio de recibir una suculenta dosis de humillaciones al ganador se le prometía ejercer de chambelán del jefe y usar unos trajes de raya diplomática y unos tirantes como aquellos con los que Gordon Gekko sembraba el pánico entre los comensales del Four Seasons.
Sus simpatías políticas, entre tanto, oscilaban entre el indisimulado culto a su ombligo, único punto cardinal al que guarda perruna fidelidad, y el compadreo con los prebostes demócratas y republicanos, incluido el matrimonio Clinton, que asistió risueño a su tercera boda. El dichoso evento lo emparejó con la biónica Melania mucho antes de que la guapa eslovena citara a Michelle Obama y sus discursos con tal garbo que lo de menos era citar la fuente.
La irrupción de Donald Trump en las primarias republicanas provocó las risotadas inevitables cuando el payaso emerge en la pista central y el público comprende que llegó la hora de que vuelen tartas. Un año más tarde la hilaridad ha desembocado en el terror, previo paso por todos los estadios intermedios que van del atrangantamiento a la maniobra de Heimlich. Nadie se explica cómo un multimillonario experto en acumular pufos podría ser elegido presidente de EE UU. El pasmo general revela una extraordinaria incapacidad para asumir que alguien convencido de que las vacunas causan autismo y el cambio climático es un camelo ha nacido, como la Judy Garland de George Cukor e incluso las Shangri-Las y hasta las Ronettes, para bailar claqué sobre tu tumba.
Sin escrúpulos
- 1951. Con 5 años conducía las excavadoras de su padre, un magnate de la construcción del que heredó 100 millones y la pasión por el dinero.
- 1971. Con 25 años asumió el negocio inmobiliario paterno. Apostó por comprar edificios y negocios ruinosos en Manhattan para revenderlos.
- 2004. Con su programa televisivo «El aprendiz» logró 20 millones de espectadores. Antepuso la marca «Trump» al negocio del ladrillo.
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