Política

Ruanda

El apocalipsis en Ruanda

El país africano conmemora el 25 aniversario del genocidio que tuvo lugar en 1994.

Miles de personas, con las escasas pertenencias que pudieron reunir, cruzan la frontera con Tanzania el 30 de mayo de 1994 / Reuters
Miles de personas, con las escasas pertenencias que pudieron reunir, cruzan la frontera con Tanzania el 30 de mayo de 1994 / Reuterslarazon

El país africano conmemora el 25 aniversario del genocidio que tuvo lugar en 1994.

Todo genocidio es bochornoso. El de Ruanda de hace hoy justamente veinticinco años es, además, insólito por diversas razones: ocurría casi al final del civilizado siglo XX, fue realizado a machetazos, había destacamentos de la ONU que permanecieron pasivos y, una vez iniciado, un importante país defensor de los derechos humanos y que podía actuar miró para otra parte.

La apocalipsis de Ruanda, no hay otra palabra, comienza en abril de 1994. El pequeño país tiene principalmente dos etnias, los tutsis y los hutus. El avión en el que viajaba el presidente hutu Juvenal Habyariamana, junto con su colega de Burundi, sería abatido por un misil de fabricación soviética vendido, al parecer, a Uganda. Al día siguiente la mayoría hutu, resentida contra los tutsis –que habían gozado de mayor poder en el país en la época en que era colonia belga– empezó a liquidar, no simplifico, a la minoría tutsi y a los hutus que se oponían al exterminio, en una operación que muchos creen preparada.

De este modo, asesinados con machetes importados recientemente de China con un crédito francés (la película «Hotel Ruanda» da un enfoque pertinente del tema), murieron unas 800.000 personas. Una décima parte de la población del país fue exterminada. En cien días. En comparación, como dice P. Gourevitch, la masacre en cuatro años de un millón y medio de camboyanos por los comunistas de Pol Pot parece un trabajo de aficionado.

Hubo multitud de mujeres violadas, los niños no fueron respetados y mientras duraba ese festín inhumano y diabólico, la radio de «Las mil colinas» emitía mensajes de odio.

Lo sorprendente del caso es que las Naciones Unidas estaban allí. El Consejo de Seguridad se reunió a las pocas horas de que el avión fuera abatido y había en Ruanda, al mando de un competente general canadiense, Romeo Dallaire, 6.622 cascos azules que, bien armados, podrían haber detenido la masacre o parte de ella si se hubieran movido con energía en los primeros momentos.

El general canadiense se ha mesado posteriormente los cabellos porque no le dejaron actuar. Nadie se explica por qué las fuerzas de Naciones Unidas permanecieron pasivas.

Los reproches difieren ante el papel de las grandes potencias. Como los rusos y los chinos en crisis humanitarias en esa época normalmente ni estaban ni se les esperaba, los ojos se fijan en la gran potencia, Estados Unidos, y en la que contaba con un mayor despliegue en la zona, Francia. Pregunté años más tarde a una directa colaboradora de Clinton las razones de su inhibición. Me contestó que era «mind-boggling», es decir incomprensible. La catedrática, y embajadora con Obama, la enérgica Samantha Power, arguye que Clinton «no quiso ver sus soldados envueltos en aquel avispero». Tal vez, añado yo, le acosaba el síndrome de Somalia, donde la intervención humanitaria estadounidense para impedir el robo de alimentos por los «señores de la guerra» se saldó con un impactante fracaso televisado (y narrado en el filme «Black Hawk derribado»).

Lo de Francia, según muchos testimonios, es peor: había contribuido a armar a los genocidas y envió soldados franceses a rescatar a los principales criminales en los últimos días de la tragedia. Jean Ziegler, relator de la ONU sobre el derecho a la alimentación, sostiene en su libro «L'Empire de la honte», que el papel galo fue «nefasto» por la obsesión de François Mitterrand con la francofonía. El régimen hutu que presidía Habyarimana era francófono; el Frente Nacional Ruandés que luchaba contra él estaba formado principalmente por descendientes de refugiados tutsis que se habían criado en Uganda y que eran, en consecuencia, angloparlantes. El Gobierno homicida fue desalojado por los tutsis de Kagame, ahora presidente. Él y su equipo no guardan buen recuerdo de la actitud de Francia, donde han surgido muchos comentarios y libros que censuran aquella actuación. Una juez francesa, Brigitte Raynaud, tomaría posteriormente testimonios demoledores a varios supervivientes: «Ví cómo militares franceses entregaban tutsis a los milicianos hutus...».

Entre los muchos interrogantes que plantea la tragedia de Ruanda hay uno de trascendencia jurídica: Si la ONU, si el Consejo de Seguridad, está paralizado por divisiones internas o por egoísmos, ¿puede una gran potencia, haciendo caso omiso de la Carta de la ONU, actuar unilateralmente y despachar 20.000 efectivos que eviten la masacre de 800.000 personas en África?

Una pregunta obscena, casi fascista, para los puristas de la Naciones Unidas.