Historia

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El hombre que murió 100 veces

El magnicidio de Dallas no solo ha llenado miles de páginas en la Prensa, sino que desde un primer momento se multiplicaron las teorías sobre quién estaba detrás del disparo definitivo y los motivos que tenía para cometer el crimen que conmocionó al mundo

Uno de momentos posteriores al asesinato
Uno de momentos posteriores al asesinatolarazon

El magnicidio de Dallas no solo ha llenado miles de páginas en la Prensa, sino que desde un primer momento se multiplicaron las teorías sobre quién estaba detrás del disparo definitivo y los motivos que tenía para cometer el crimen que conmocionó al mundo

Sí, «¡a la rica conspiración...!», en eso parece haberse convertido por momentos el concepto mismo de «conspiración», tanto las conspiraciones en general como la de Dallas en particular, que acabó con la vida del presidente Kennedy y mucho, muchísimo más. De hecho, desde entonces y no antes se nos obligó a comulgar con la mentira, medios de comunicación y mundo cultural mediante. Pero la conspiración de Dallas fue única, y no sólo por ser la más sonada. También fue la más analizada. En ejercer tal análisis reside el objetivo de mi libro «Teoría de la conspiración» (Navona): siempre supe que era un verdadero reto viviseccionar la conspiración más retorcida de cuantas se conocen.

En el fondo es como lo de contemplar ciertos cuadros desde la posición o perspectiva correcta, o como una partida de ajedrez que vas visualizando conforme se desarrolla: las tramas que convergen en la Plaza Dealey de Dallas el 22 de noviembre de 1963, a las 12:30 horas del mediodía, todo en apenas 5’6 segundos y probablemente cinco disparos efectuados desde como mínimo tres posiciones, son en apariencia intrincadísimas. No obstante, desde mucho antes de los hechos todo –ellos lo llamaban The Big Event– estuvo bajo control de la CIA.

Hasta lo conspiranoico

En ello consistió el triunfo de quienes urdieron la conspiración de Dallas, a medio siglo vista: banalizar la esencia de aquel complot –en realidad golpe de Estado– haciendo que la opinión pública, y sobre todo los intelectuales, se sintiesen hastiados de tanto conspirador. Pero es que los hubo, y muchos. Al principio, muy al principio y en susurros –hablo de agentes del FBI comentándolo a los familiares de Oswald– se apuntaba a la CIA, pero por aquellas fechas la Central de Inteligencia Americana era aún una entelequia, entre espectral y turbia, para la mayor parte del pueblo norteamericano. A finales de los años sesenta el fiscal Jim Garrison, de New Orleans, comunicó a ese pueblo norteamericano –por televisión y en hora punta de audiencia– que, en efecto, la CIA asesinó a JFK, aunque los tiradores de precisión que hubo en el atentado fuesen hombres, o soldados, de la Mafia. Pero con el inesperado tiro de Jack Ruby a Oswald –su «protegido» hasta apenas dos días antes– se cambió bruscamente el curso de los acontecimientos, y con ello el destino inmediato de la Conspiración. Y empezó el chorreo: primero –todo estaba preparado para eso– Lee Oswald era el culpable. Comunista, medio loco, etc. Pero Oswald era de los «suyos», como se supo ya el día 23 de noviembre del 63. Luego la mirada se desvió hacia Fidel Castro y los cubanos. Más tarde, ya directamente a los rusos y el KGB. Con posterioridad cobrarían relativa vigencia otras tesis conspirativas que apuntaban a los magnates del petróleo texano, las organizaciones supremacistas sureñas, el propio Servicio Secreto de JFK, por supuesto la Mafia, mortal enemiga de Bob Kennedy, los anticastristas de Miami y Florida o New Orleands, también Richard Nixon, hasta el mismísimo FBI se le vinculó a la trama de Dallas. ¿Quién da más? Pues sí, todos los antes mencionados tuvieron su pequeña o gran participación en la trama, desde llenar Dallas de pasquines y carteles amenazando a JFK de muerte en su visita a la ciudad, hasta el tirador francés que le reventó la cabeza al presiente.

Todas esas instancias fueron «tocadas» por la CIA, ante la que habitualmente los investigadores del magnicidio suelen pasar de puntillas. Inquietante. En mi texto menciono a reputados expertos del 22-11-63 que apenas aluden a la CIA en cientos de páginas. Eso aún a día de hoy. Revelador.

Más revelador todavía que cada vez que en ciclos históricos, a lo largo de estas décadas, el objetivo acusador se dirige a la CIA por pura acumulación de pruebas y evidencias, aparece un nuevo elemento de distracción: cuando no coló del todo lo de Oswald rojo y loco, pasaron a los cubanos, y de ahí a los soviéticos. En cambio, a la vista de Ruby, lo de la Mafia tenía empaque. Además, ellos iban alardeando por ahí de la gesta. En los setenta se montaron los comités del Congreso y del Senado para esclarecer el magnicidio. Quedó probada la participación de la CIA en el complot. Las conclusiones finales fueron: lo hizo la Mafia. El tablero quedó hecho añicos con la aparición de Oliver Stone y su película sobre el tema, tan polémica. A partir de ahí, muchísimo más desde Mailer que desde Posner y sus respectivos best-sellers, se inició la reacción en toda regla. Perdura hasta la actualidad, en mi opinión: volvemos a las tesis absurdas de 1963, cuando se gesta el Informe Warren, esa genuina conspiración contra la justicia. Desde los años ochenta hasta el presente solo se ha movido una ficha importante: la de Johnson, el vicepresidente de JFK. Johnson tuvo un sicario –su sicario– disparando a JFK desde la famosa «ventana de Oswald». Es lo que es. Pero esto ya lo dijo Jack Ruby en 1964, así como en los tres años siguientes, hasta que le cerraron la boca, como a Oswald y a otros tantos que comentaron u oyeron lo que no debían y cuando no debían. Medio centenar de testigos liquidados dan la talla de esta conspiración, su bouqué.

Independientemente de todo ello, y después de reflexionar largo tiempo al respecto, cada día vuelvo más a la idea primigenia, que lanzó la madre de Oswald, Marguerite, desde el minuto uno: «Mi hijo siempre trabajó para los militares». Por ahí fueron inicialmente las investigaciones de los pioneros Mark Lane, y luego Edward Epstein, pero al final... nada. Ese es el gran libro a escribir sobre el magnicidio de Dallas: Lee Oswald como agente de la ONI, la Inteligencia Naval de los marines, que eventualmente colaboraba con la CIA, por orden de aquellos, desde un año antes. Sencillamente, lo estaban «macerando». Pero es que el hombre de Johnson era la CIA –Malcom Wallace–, y el propio LBJ era el ala dura de los militares. ¿Quién se atrevería a investigar hoy por dicha senda?

Pervive la llama

En cualquier caso mi trabajo sobre Dallas intenta ofrecer información y situar los hechos, así como, una vez más, demostrar la mentira. Aunque también a Europa ha llegado, gracias a Norman Mailer y sus epígonos, esa tendencia a lo que llamo «esquizofrenia voluntaria»: no atender a razones que pongan en cuestión su idea de Oswald-único-culpable-se-acabó-el-problema, todavía desde Europa surgen voces opuestas a este regreso al Informe Warren que se nos propone, así como para olvidar de una santa vez.

En España mismo, en 1995, Ernest Bascompte publicaba «JFK, contrato de ejecución», interesante planteamiento del complot, con acertados análisis de cómo se llevó a cabo y por qué. En 2013 Ángel Montero Lama publicaba «JFK, 50 años de mentiras», en el que retrata pormenorizadamente las diversas opciones conspirativas. A veces pienso que Bascompte, Montero Lama y yo mismo somos los tres mosqueteros españoles en el tema del magnicidio de Dallas. De ser un poco así, y del tal modo espero fervientemente, aún debe aparecer D’Artacan. Sin embargo, y aunque vivimos en la época de internet, para ser D’Artacan habría que ir a Texas a investigar entre los nietos de aquellos testigos gracias a los cuales no se perdió la historia, y varios pagaron con su vida por ello. Merece la pena perseverar para que no se apague esa llama. Que cada cual decida hasta dónde se atreve con su catarsis.