Historia

Rusia

El terror que empezó con Lenin

La revolución trajo la carestía a las calles de Moscú
La revolución trajo la carestía a las calles de Moscúlarazon

Los bolcheviques implantaron a su llegada al poder la pavorosa Cheká, encargada del exterminio de todos aquellos que se les opusieran.

El 19 de septiembre de 1918, Grigori Zinóviev, uno de los personajes más destacados del régimen bolchevique llegado al poder menos de un año antes, escribía en el número 109 de «Severnaya Kommuna»: «Para deshacernos de nuestros enemigos, debemos contar con nuestro propio terror socialista. Debemos atraer a nuestro lado digamos al noventa de los cien millones de habitantes de la Rusia soviética. En cuanto a los otros, no tenemos nada que decirles. Deben ser aniquilados». No cabe duda de que Zinóviev tenía las ideas muy claras sobre lo que iba a suceder en Rusia: diez millones de personas serían exterminadas a causa de su condición social. Menos de un año antes, los bolcheviques habían llegado al poder no, como repetiría tantas veces la propaganda, gracias a una revolución popular que había tomado por asalto el Palacio de Invierno en San Petersburgo. La realidad es que jamás fue capturado, como narró Eisenstein en su película «Octubre», sino que se entregó sin resistencia y, por añadidura, los bolcheviques habían dado un golpe de Estado contra la frágil democracia rusa implantada en febrero-marzo de 1917 y frente a ellos se encontraba todo el arco político desde la izquierda a la derecha con la excepción de los denominados eseristas (social-revolucionarios) de izquierdas. No sorprende, pues, que una de las primeras medidas de Lenin fuera la de crear el 7 de diciembre de 1917 la pavorosa Cheká, antecedente director del NKVD stalinista y del KGB, pero también de la Gestapo hitleriana. A su frente, Lenin colocó al polaco Félix Dzerzhinsky. La elección no podía ser más adecuada porque Dzerzhinsky, en agosto de 1917, ya había señalado que la correlación de fuerzas políticas, tan desfavorable para los bolcheviques, se podía variar «sometiendo o exterminando a determinadas clases sociales». Como señalaría en su primer discurso pronunciado en calidad de jefe de la Cheká, su función no era la de establecer «justicia revolucionaria» sino la de acabar con aquellos a los que se consideraba adversarios. El 8 de agosto de 1918, en una famosa orden, Lenin conectó la represión-terror con el internamiento de los sospechosos en campos de concentración. En un telegrama dirigido al Soviet de Nizhni-Novgorod aquel mismo día, insistía en que incluso las prostitutas debían ser sometidas a ese «terror de masas».

Trotsky, el ideólogo del terror

Así nacía el primer Estado totalitario de la Historia apoyado, como no podía ser menos, en las detenciones arbitrarias, la tortura, las deportaciones millonarias y las ejecuciones multitudinarias. Su configuración no se debió, como han pretendido muchos apologistas de la izquierda, a circunstancias coyunturales. A decir verdad, en el curso de una conversación mantenida en Ginebra con su amigo Adoratsky, Lenin ya había comentado varios años antes del golpe de 1917 que el sistema para que la revolución se mantuviera sería sencillo y consistiría en fusilar a todos los que se manifestaran contrarios. Ha sido el propio Trotsky –que tendría un papel bien destacado en el uso del terror y que incluso escribió un libro sobre el tema titulado «Terrorismo y comunismo»– el que nos ha transmitido el testimonio de un enfrentamiento entre los eseristas de izquierda y Lenin con ocasión del anuncio bolchevique de que quien ayudase o alentase al enemigo sería fusilado en el acto. Mientras que los eseristas encontraban tal medida intolerable, Lenin les dio una respuesta preñada del peor pragmatismo y que indicaba hasta qué punto era realista en cuanto a su verdadero apoyo popular: «¿Creéis realmente que podemos salir victoriosos sin utilizar el terror más despiadado?». El 8 de enero de 1918, el Sovnarkom ya había ordenado la formación de batallones de hombres y mujeres de la burguesía cuya finalidad era la de abrir trincheras teniendo la Guardia Roja la orden expresa de disparar inmediatamente sobre todo aquel que se resistiera. Al mes siguiente, la Cheká anunció que todos los que huyeran a la región del Don serían fusilados en el acto por sus escuadras. Lo mismo sucedió con los que difundieran propaganda contra los bolcheviques e incluso con delitos que no eran políticos, como violar el toque de queda. Apenas a un trimestre de que los bolcheviques tomaran el poder, Rusia había pasado a transformarse en una dictadura.

A decir verdad, algunos miembros de las clases medias salvaron temporalmente la vida por necesidades del nuevo régimen, como el esfuerzo bélico. Lenin sabía que sin la colaboración de técnicos no bolcheviques la victoria militar resultaría imposible y su opinión fue secundada por Trotsky, a cuyo mando estaba el Ejército Rojo. Durante la guerra civil que siguió al golpe bolchevique de octubre de 1917, unos setenta y cinco mil oficiales zaristas combatieron en el Ejército Rojo incluyendo setecientos setenta y cinco generales y mil setecientos ventiséis oficiales del Alto Estado Mayor imperial. En otras palabras, y pese a lo que pudiera decir la propaganda comunista posterior, lo cierto es que el 85% de los mandos de frentes, el 82% de los mandos de ejércitos y el 70% de los mandos de divisiones fueron antiguos oficiales zaristas, en cuya labor no interfirieron, por órdenes expresas de Trotsky, los mandos políticos. El terror tuvo su parte en estos significativos datos. Así, Trostsky dio la orden de 28 de diciembre de 1918 en virtud de la cual debían formarse archivos con datos sobre las familias de los oficiales haciéndoles saber a éstos que cualquier paso sospechoso sería castigado con represalias contra sus parientes. De forma semejante, a finales de agosto de 1918 se cursaron órdenes de Trotsky con la aprobación expresa de Lenin para que se procediera a diezmar a determinadas unidades. Un año más tarde, Trotsky creó en el frente sur los «zagradietelnye otriady», unas unidades cuya finalidad consistía en vigilar los caminos cercanos a la zona de combate para evitar las retiradas haciendo uso, por ejemplo, de ametralladoras que se disparaban sobre las tropas rojas que retrocedían. Nada extraño si se tiene en cuenta que Lenin amenazó con «hacer una matanza» con toda la población de Maikop y Groznyi si se producían sabotajes en los campos de petróleo. Entre 1918 y 1920 perecieron en combate 701.847 soldados del Ejército Rojo según los datos de sus propios archivos. Es imposible saber cuántos de ellos cayeron a causa de medidas represivas dictadas por los propios bolcheviques.

Desde luego, resultaría un grave error pensar que los bolcheviques sólo exterminaron a la nobleza, al clero o a la burguesía. Es cierto que el asesinato del zar, de la zarina y de sus hijos en Yekaterimburg por orden expresa de Lenin ha sido objeto de un considerable interés historiográfico y público. No es menos verdad que los bolcheviques llevaron a cabo una política consciente de exterminio que acabó con la vida del Gran Duque Miguel en Perm en junio de 1918, con la de otro grupo formado por primos de la familia imperial también asesinados en la misma localidad en fecha posterior y con la de cuatro de los grandes duques a los que se dio muerte en la Fortaleza de Pedro y Pablo en Petrogrado. Sin embargo, aunque se trate de un hecho encarnizadamente ocultado, la realidad es que el mayor número de víctimas de los bolcheviques estuvo entre el pueblo sencillo, en mucha mayor proporción que entre las clases altas o medias. Lenin estaba tan convencido de la justicia de su causa que dio la primera orden de la Historia, adelantándose en décadas a Hitler, de utilizar el gas para asesinar en masa a poblaciones civiles indefensas.

El Politburó, contra el pueblo

El 27 de abril de 1921, el Politburó presidido por Lenin nombró a Tujachevsky comandante en jefe de la región de Tambov con órdenes de acabar con la revuelta campesina en un mes y de informar semanalmente de los progresos conseguidos. Sin embargo, Tujashevsky no logró el éxito rápido que ansiaba Lenin a pesar de contar con más de cincuenta mil soldados a sus órdenes. Los enemigos no eran aristócratas, ni reaccionarios ni oligarcas. En realidad, se trataba de humildes campesinos que no deseaban verse sometidos a la dictadura bolchevique. Suficiente para su exterminio. El 12 de junio de 1921, Tujachevsky dictó órdenes en las que establecía el uso de gas para acabar con las poblaciones escondidas en el bosque. En la orden en cuestión se indicaba que «debe hacerse un cálculo cuidadoso para asegurar que la nube de gas asfixiante se extienda a través del bosque y extermine todo lo que se oculte allí». A continuación se estipulaba que debía entregarse «el número necesario de bombas de gas y los especialistas necesarios en las localidades». Cuando la revolución triunfó, cerca de un cuarto de millón de campesinos había perdido la vida tan sólo en los distintos alzamientos contra Lenin y más de dos millones de personas habían perecido a consecuencia del hambre, el frío, la enfermedad o el suicidio. Para colmo y a pesar de que la guerra civil rusa fue la peor librada en suelo europeo durante todo el siglo XX, la inmensa mayoría de los muertos ocasionados fueron civiles en una proporción que algunos autores como Orlando Figes sitúan en las cercanías del 91 por ciento. No fue menor el tributo del exilio provocado por la victoria de Lenin. Ciertamente, hubo algunos aristócratas, incluidos miembros de la familia Romanov, que lograron ponerse a salvo en lugares como Bulgaria –que tiene una deuda de gratitud cultural con Rusia–, Alemania –donde se refugió Nabokov, el autor de «Lolita»– o Francia. Se trató de no menos de dos millones de personas, en buena medida pertenecientes a los estratos más educados de la población, la denominada «intelliguentsia», que se vieron empujados al exilio.