Estado Islámico

Palmira, la última destrucción de una ciudad en ruinas

Una toma satélite de la que fuera capital de la reina Zenobia confirma el enésimo capítulo en la guerra abierta entre el ISIS y el patrimonio de la zona. Esta vez, las plazas dinamitadas son el Tetrápilo y parte del teatro romano.

Imágenes del Tetrápilo de Palmira, en Siria
Imágenes del Tetrápilo de Palmira, en Sirialarazon

Una toma satélite de la que fuera capital de la reina Zenobia confirma el enésimo capítulo en la guerra abierta entre el ISIS y el patrimonio de la zona. Esta vez, las plazas dinamitadas son el Tetrápilo y parte del teatro romano.

La ciudad de Palmira es una de las joyas que el mundo antiguo ha legado a la posteridad, por lo que su actual situación, en manos del autodenominado Estado Islámico, es una de las más lamentables desde el punto de vista del patrimonio histórico-artístico en este conflicto. Tras su incorporación al Imperio romano, Palmira se había convertido en una floreciente ciudad enriquecida enormemente entre los siglos I y III gracias al formidable comercio entre Oriente y Occidente. La Perla del Desierto, como se la conocía, era punto neurálgico y parada obligada en la ruta de las caravanas que atravesaba aquellos yermos parajes. Además del oasis, la ciudad había sido dotada de magníficas construcciones, como el templo de Bel o el teatro, muchas de las cuales han sobrevivido a los siglos, pero no a las incursiones de los fanáticos que han utilizado la ciudad como escenario para su barbarie.

Palmira, cruce de caminos en la Ruta de la Seda, alcanzó sus días de gloria en el siglo III bajo el gobierno de la célebre reina Zenobia que puso en jaque durante largo tiempo la soberanía de Roma sobre Oriente. El siglo III había traído convulsas usurpaciones internas y amenazas externas al Imperio romano: algunas provincias occidentales habían emprendido una suerte de secesión y los bárbaros amenazaban ya junto al Éufrates. Pero el desastre más tremendo se produjo en el año 260, cuando el emperador Valeriano marchó en persona a la cabeza de un ejército contra los persas de Sapor I. Derrotado estrepitosamente, el propio Valeriano había sido capturado, torturado y humillado. Los persas exhibieron la piel del emperador –el primero capturado por los bárbaros– como trofeo y pudieron hacerse con el control de amplias zonas de Oriente y de ciudades estratégicas como Edesa.

Campaña de venganza

El gobernador de Palmira, Odenato, con el beneplácito del nuevo emperador Galieno, comenzó una campaña de venganza contra los persas de Sapor. Pero su objetivo, como quedó claro muy pronto, era más bien establecerse como «monarca de todo el Oriente» y reinar desde su fastuosa capital. La opulenta Palmira tal vez estaba llamada a convertirse en una capital apropiada para un nuevo imperio, una Roma del desierto. Las ambiciones de Odenato se vieron frustradas por una intriga palaciega que acabó con su vida y dejó el gobierno de Palmira y sus territorios recién conquistados en Oriente, desde el Éufrates hasta Bitinia, en manos de su esposa Zenobia. La orgullosa reina dejó clara su independencia de Roma y se permitió despreciar a Galieno y a sus generales, cuyos ejércitos rechazó con contundencia. Incluso logró agregar a sus conquistas Egipto. Tampoco bajo el siguiente emperador romano, Claudio II Gótico, pudo Roma recuperar terreno. A la muerte de éste, se alzó Aureliano como vengador de Roma desde las frías fronteras del Danubio. En los cuatro años escasos que duró su reinado, Aureliano no sólo culminó la guerra gótica de su antecesor con una victoria contra los alamanes y repelió la invasión bárbara del norte de Italia, sino que restauró el dominio de Roma sobre diversas provincias donde habían surgido movimientos secesionistas. Aureliano decidió emprender en persona el sometimiento de la altiva reina de Palmira. Zenobia fue poco a poco despojada de sus posesiones territoriales y perdió sus aliados a medida que la campaña de Aureliano tenía éxito. Su último recurso fue encerrarse tras los muros de su espléndida capital y confiar en que sus arqueros pudieran repeler a las legiones septentrionales.

No fue una campaña fácil para Aureliano, que tuvo que atravesar el desierto sirio hostigado por la táctica de guerrilla de los árabes de Zenobia. Pero el romano no subestimaba a su enemigo, ni siquiera, según las burlas de la época, por ser mujer. Cuando al fin llegó ante los muros de Palmira, y tras ver rechazados sus ofrecimientos de una salida negociada, montó las máquinas de asediar y se dispuso para el largo sitio. Zenobia esperaba que los romanos desesperasen por el hambre y las durezas del clima desértico, pero Aureliano supo abastecerse y privar a Palmira de cualquier suministro o ayuda exterior. La ciudad tardó poco en rendirse a los romanos, poniendo todos sus tesoros a sus pies.

El duelo entre Zenobia de Palmira y el emperador Aureliano se saldó así con una escena final inesperada, una huida y un tesoro. Sobre el final de Zenobia hay versiones dispares y su figura ha cobrado dimensiones legendarias. Se dice que se humilló ante su conquistador, que le reprochó haberse sublevado contra Roma. Ella repuso hábilmente que los emperadores anteriores habían sido indignos y, a la vez, culpó de su política antirromana a su consejero Longino, que fue ejecutado inmediatamente. Parece que en 274 Zenobia fue llevada por Aureliano a Roma para celebrar un fastuoso triunfo en el que desfiló prisionera. Su destino después es dudoso. Hay quien dice que murió poco después de su llegada a Roma, bien por enfermedad o decapitada. Otros refieren que Aureliano, impresionado por su belleza, la perdonó y le concedió un dorado exilio en Tívoli para el resto de sus días. Alguna inscripción siglos más tarde apunta a que su descendencia siguió contándose entre las familias nobles romanas. Como quiera que fuese, el sueño de Zenobia, su imperio desde Palmira, ha dejado una huella indeleble en la historia antigua y la presencia de la reina aún se deja sentir en las impresionantes ruinas de la ciudad. La bella e inteligente reina no sólo cautivó al emperador, sino también a historiadores, artistas y lectores, como se ve en el largo eco de su desafío a Roma en historia de la cultura occidental.