África

Etiopía, al borde de otra guerra con Eritrea

Tras la frágil paz de 2022, las heridas de Tigray, la desconfianza hacia Asmara y el auge de las milicias locales devuelven al país a una grave crisis

Militares etíopes en la región de Tigray en una foto de archivo
Militares etíopes en la región de Tigray en una foto de archivolarazonAgencia AP

Etiopía ha vuelto a ser escenario de choques violentos que amenazan con reventar el frágil equilibrio alcanzado tras el acuerdo de paz de 2022. El último de estos episodios tuvo lugar en el distrito de Megale, en la región de Afar, cuando las autoridades locales denunciaron a comienzos de noviembre que miembros del Frente Popular de la Liberación de Tigray (TPLF por sus siglas en inglés) habían tomado seis aldeas por la fuerza. Esta acción provocó miles de desplazados… pero fue desmentida por los líderes de Tigray, que acusaron a su vez al gobierno federal etíope de utilizar a sus propias milicias para forzar una crisis que justifique nuevas acciones militares.

En resumen, Etiopía vive hoy serio un deterioro en su seguridad. Y aumentan cada día las tensiones en varias regiones del país.

Paralelo a los supuestos ataques en Afar, numerosos informes de organizaciones internacionales y medios han alertado de movimientos militares en la frontera entre Etiopía y Eritrea (país que mantuvo un papel determinante en la guerra de 2020–2022 y rival histórico de Addis Abeba). Fuentes diplomáticas citadas por Foreign Policy y The Soufan Center llegan a describir “movilizaciones, adquisición de armas y refuerzo de posiciones” por parte de las fuerzas eritreas. Y este periodista también tuvo acceso a imágenes de principios de noviembre en donde se apreciaba una fuerte concentración de tropas en Aksum, Tigray, cerca de la frontera etíope.

Addis Abeba ha acusado formalmente a los eritreos de “prepararse para la guerra” y de colaborar con una facción disidente del TPLF. Tanto Eritrea como los tigranios lo niegan. Claro que pese a todas esas negativas, palabras, la acumulación de tropas en la frontera norte y los choques en Afar parecen haber sido suficientes para dar la razón a Addis Abeba en su reparto de culpas.

Más allá de la frontera, en el interior del país, la violencia se mantiene en múltiples frentes, y la variedad de actores e intereses vuelve un análisis unificado una tarea titánica. En la región de Amhara, el ejército federal combate desde 2023 a la milicia Fano, que fueron aliados del gobierno durante la guerra de Tigray (2020-2022) pero que se rebelaron tras los intentos de desarme instigados por el primer ministro, Abiy Ahmed. Al final, las intenciones de Ahmed consisten en centralizar las fuerzas armadas etíopes y erradicar a los grupos armados que hace décadas que causan la división en el país. En Oromía, el Ejército de Liberación Oromo (OLA) también continúa una insurgencia de baja intensidad.

Tigray, Amhara, Oromía, cada uno con sus facciones armadas, cada una con sus intereses y sus propios distintivos étnicos para justificarlos, cada uno enzarzado entre sí y contra el gobierno federal. Como un huracán que no escucha explicaciones, así funcionan, y muere la gente y se resiente la economía y los menos ganan al precio de muchos.

Viejos enemigos, nuevas fronteras

Debe reconocerse que las raíces delconflicto actual se hunden en la propia estructura del Estado etíope. El sistema de federalismo étnico instaurado en los años noventa dio autonomía a las regiones, sí, pero también consolidó identidades armadas (TPLF, Fano, OLA, etc.) y creó fronteras regionales en disputa. Que si este valle es mío, que si esa montaña es de los dos, que si la línea de frontera entre tu región (tu etnia) y la mía está mal dibujada.

El TPLF dominó la política nacional durante casi tres décadas, pero perdió el poder en 2018 con la llegada de Abiy Ahmed al poder. La ruptura entre ambos fue rápida: el primer ministro acusó al TPLF de sabotear un proceso político unionista, y los líderes de Tigray denunciaron que Ahmed se sostenía por medio del autoritarismo y la marginación (de los tigranios). En noviembre de 2020, el estallido de la guerra de Tigray dio paso a uno de los conflictos más sangrientos de África en el siglo XXI. Se calcula que alrededor de 500.000 personas murieron, siendo la mayoría civiles que sufrieron de desnutrición aguda por el bloqueo que impuso Abiy Ahmed en torno a Tigray y su prohibición de acceso a la ayuda humanitaria.

Eritrea se unió por aquellas fechas a la ofensiva del ejército etíope contra el TPLF. Fue una alianza inesperada después de años de enemistad (la guerra entre Eritrea y Etiopía duró treinta años, hasta 1991). En este contexto, las tropas eritreas participaron en la toma de Mekelle, capital de Tigray, y en operaciones posteriores donde organizaciones de derechos humanos documentaron masacres y actos de violencia sexual masivos. Además, Eritrea no fue una parte signataria del acuerdo de Pretoria (que puso fin a la guerra en noviembre de 2022), así que nunca retiró completamente sus fuerzas del norte de Tigray. Esta presencia ilegal sigue alimentando resentimientos en Tigray y la sensación de que la paz fue incompleta.

Las relaciones entre los mandatarios etíope y eritreo se han deteriorado a raíz de lo de Tigray. El discurso del primer ministro etíope sobre el derecho de su país a acceder al mar (Etiopía perdió su litoral tras la independencia de Eritrea en 1993) ha sido percibido en Asmara como una amenaza existencial. En octubre de 2025, Addis Abeba acusó públicamente a Eritrea de estar “lista para la guerra”, mientras el gobierno eritreo respondía calificando esas afirmaciones de provocación. En paralelo, como ya se dijo, se ha detectado una fuerte actividad militar a ambos lados de la frontera. La posibilidad de que un enfrentamiento directo reabra la herida del norte es una de las principales preocupaciones del momento en el continente africano.

En este contexto, Tigray aparece dividida entre quienes defienden mantener el proceso de paz y quienes consideran que Addis Abeba no ha cumplido lo acordado en Pretoria. La entrada de combatientes tigrayanos en Afar, si se confirma, podría reflejar la actuación de esa facción más “dura” que busca recuperar influencia por la vía militar.

El coste y el cálculo

Detrás de cada movimiento en Etiopía siempre hay cálculos políticos más que ideológicos. Para el gobierno federal, mostrar firmeza frente a las regiones rebeldes puede reforzar la imagen de autoridad, pero el precio económico y diplomático de otra guerra sería devastador.

Para la dirección tigrayana, su prioridad sigue siendo garantizar su seguridad frente a Eritrea y preservar cierto grado de autogobierno. Los sectores más radicales creen que solo una demostración militar puede obligar a Addis Abeba a respetar sus compromisos. Eritrea, por su parte, tiene incentivos para mantener a su vecino ocupado: un Etiopía fragmentada y centrada en sus problemas internos reduce cualquier amenaza hacia Asmara y ese acceso al mar por el que clama Abiy Ahmed.

Los grupos amhara de Fano y los insurgentes oromo del OLA persiguen sus propias agendas vinculadas al control de tierras estratégicas, pero su resistencia permanente erosiona la autoridad central y dificulta el camino de la paz. Para estos grupos rebeldes, el control territorial y la posesión de armas son las únicas garantías de supervivencia política. Las promesas no valen tanto como una bala en el pecho.

La combinación de estos factores hace que el escenario sea volátil e impredecible. No puede hablarse aún de una guerra total, pero sí de una fragmentación progresiva de la autoridad del Estado y de una militarización del territorio que avanza a marchas forzadas. La acumulación de agravios y la ausencia de un proceso político inclusivo hacen que cualquier incidente pueda desatar una cadena de reacciones difícil de contener. Etiopía, ese gigante africano que hace apenas tres años parecía haber dejado atrás su peor conflicto en décadas, vuelve a caminar hoy por la penumbra de una guerra que nadie dice querer; pero que todos, de un modo u otro, parecen dispuestos a luchar.