Opinión

Confinamiento sindical

Los franceses no se han recuperado de los dos años de encierro como para aguantar los contratiempos del paro

El mes pasado, Édouart Philippe, el exprimer ministro de Francia llamado a suceder a Emmanuel Macron en 2027, declaró: «los ingleses tienen Irlanda, los americanos tienen armas. Nosotros tenemos pensiones». Es un asunto que incendia las calles de Francia desde hace 30 años. Macron propone ahora un retraso de dos años en la edad de jubilación, de los 62 actuales a los 64. Ha renunciado a ponerla en los 65 años como pretendía (y como rige en la mayoría de países europeos como España) y se queda lejos del objetivo de Alemania de aumentarla progresivamente hasta los 67 años con la idea de llegar a los 70. Una edad en la que terminaremos por jubilarnos todos aquellos que vivimos en países industrializados con el perdón de los franceses.

Este retraso se impone por la fuerza de dos realidades bien tozudas: el aumento de la esperanza de vida y el descenso de la natalidad en Europa. El Consejo de Orientación de las Pensiones en Francia ha aclarado que las pensiones están garantizadas, pero ha advertido también que en las próximas décadas podrían verse amenazadas a medida que se reduce el número de trabajadores que cotizan por un jubilado. Los sindicatos, sin embargo, permanecen en pie de guerra. No es nuevo. En 1980, el presidente socialista François Mitterrandfijó la edad de jubilación a los 60 años convirtiéndose en una de las grandes conquistas sociales. Desde entonces, los intentos de alterar los derechos de jubilación suscitan en Francia una controversia extraordinaria tal y como han podido comprobar todos los presidentes que lo han intentado. Hace doce años, Nicolas Sarkozy aguantó exitosamente el pulso de la calle y consiguió aumentar la edad del subsidio hasta los 62 años.

Sin embargo, la huelga general celebrada ayer quería emular a las movilizaciones masivas de 1995 que lograron la última gran victoria de los sindicatos respecto a una reforma de las pensiones. Ese año, el Gobierno conservador del recién elegido Jacques Chirac consiguió la aprobación parlamentaria de una ley que integraba los regímenes de jubilación privilegiados de los funcionarios en el sistema general de pensiones. El entonces primer ministro, Alain Juppé, se vio obligado a dar marcha atrás (a pesar de que la reforma ya era ley) tras semanas de huelgas de funcionarios, paralización del transporte público y diversas manifestaciones. Jacques Chirac nunca se recuperó políticamente de la derrota.

Macron puso ayer tierra de por medio para presidir la cumbre hispano-francesa en Barcelona y tuvo que pagar la penitencia de ver el «agit-pop» en el que se ha convertido el independentismo catalán. Aguanta todavía la losa de los violentos disturbios de los «chalecos amarillos» desatados durante su primer mandato por la subida de los impuestos al diésel. Desde la Revolución de 1789, los franceses están acostumbrados a tomar las calles para anular las leyes impuestas por sus gobernantes, incluso cuando han sido aprobadas por el Parlamento. Está por ver cómo de feroz va a ser la movilización -la de ayer fue masiva- y sobre todo cuánto se puede alargar en el tiempo. El francés medio -ni sindicalista, ni empresario- no se ha recuperado todavía de los dos años de restricciones por la pandemia los sindicatos como para aguantar los contratiempos del confinamiento sindical.