Colombia

Gabo, testigo de cargo en Cartagena de Indias

La ceremonia de la firma de la paz en Colombia parecía obra de un relato ‘post-mortem’ de García Márquez

Juan Manuel Santos entrega un pin de la paz a Timochenko, el líder de las FARC
Juan Manuel Santos entrega un pin de la paz a Timochenko, el líder de las FARClarazon

En la localidad de Zipaquirá, a las afueras de Bogotá –donde estudió, por cierto, el bachillerato Gabriel García Márquez- se encuentra la Catedral de Sal, un templo sin prelado, construido con los residuos de sus antiguas salinas, y en cuya bóveda hay una divertida alegoría del Carnaval de Barranquilla, uno de los más emergentes de Latinoamérica. Está situado a 180 metros bajo tierra, y fue erigido con 250.000 toneladas de rocas de sal. Su claroscuro blanquísimo hasta lo refractante, entre coloridas lenguas de Pentescostés y algunos motivos alegóricos para una pagana celebración de la Última Cena, hubiese sido un escenario idóneo para la ceremonia de la firma de la paz entre el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, y el líder de las FARC, Rodrigo Londoño, ‘Timochenko’. Las inmaculadas camisas blancas de los mandatarios planetarios y vernáculos allí congregados, más de 2.500 clones (tan refulgentes como una piedra de coca o la camisa que protagoniza el cuadro goyesco de ‘Los fusilamientos del 2 de mayo’), hubiesen entonado muy bien, como estatuas de sal, con las entrañas catedralicias de la localidad escolar de Gabo. Pues, rayana entre el realismo y el surrealismo mágicos, la ceremonia semejaba ser, hasta por abundancia de alusiones, obra de un relato ‘post-mortem’ de García Márquez.

El presidente Santos –quien, según las malas lenguas, lleva tiempo persiguiendo denodadamente el premio Nobel de la Paz que, a todas luces, va a obtener- adujo la quebradiza salud de Raúl Castro para no celebrar esa cumbre ceremonial en Bogotá, a casi 3000 metros de altura. Pero Cartagena de Indias, capital del mapa literario del autor de ‘Relato de un náufrago’, resultó ser una formidable alternativa. En realidad, cualquier lugar de las proximidades: desde Barranquilla, donde Gabo se forjó como cronista -y que hubiese podido contar en vivo con el aderezo de esa serpiente del Paraíso que responde al nombre de Shakira- a Santa Marta, donde murió Bolívar, y es posible darse un chapuzón en la larga playa contemplando las nieves perpetuas de Sierra Nevada; fue allí donde se generó, además, la leyenda de extensión mundial de que “Santa Marta tiene tren, pero no tiene tranvía”... Se trataba, en realidad, de “tren-vía”, luego de que un hacendado español se trajera un tren completo desde Francia en la bodega de un barco y tardara en obtener la licencia para la construcción ferroviaria... De manera que “si no fuera por nosotros, caramba...” podrían haber entonado, al alimón, los de aquel blanco y variopinto estrado. Pero Cartagena de Indias es una perfecta síntesis; pues, todo el mundo habla allí de “la gorda” para orientarse por las calles, en alusión a una expresiva estatua de Botero, y donde es posible comprar el pan en una panadería que se llama “Don Quijote de la masa”, y, a la caída de la tarde, tomarse una copa en el “Juan Sebastián Bar”...

Ciertamente, dada su legendaria condición de sede de los festivales más diversos, como magnífico escenario, a la vez, natural y colonial, Cartagena de Indias ha conocido su más álgida expresión de dramaturgia el pasado lunes, con el histórico acuerdo de punto final a 52 años de lucha armada, la contienda “más absurda y longeva” del Hemisferio occidental. Y era lógico que tanto Santos como Timochenko -esa extraña pareja- homenajearan a García Márquez, fallecido hace dos años, en el medio siglo de las guerrillas, sin que entonces se vislumbrara su término con rotundidad.

Ambos aludieron a “la segunda oportunidad sobre la Tierra” que se les abre ahora a Colombia y a los colombianos, y mientras el (ex)líder (ex)guerrillero se refirió al testimonio del premio Nobel sobre su primer contacto con la ciudad –cuando “al atravesar la muralla a la hora malva de las seis de la tarde, me sentí nacer por segunda vez”-, el presidente incidió en “las mariposas amarillas” que revolotean en Cien años de soledad. Y ambos auguraban ahora el advenimiento de, cuando menos, cien años de compañía.

Extraño protocolo de camisas de color Neón con polvos de talco, que encandilaba peculiarmente en la proximidad casi de abrazo entre Nicolás Maduro y don Juan Carlos (pues ya Chávez, por su parte, se ‘calló’). Esa misma clonación colectiva del blancor de los guayaberos atuendos, acentuaba aún más la presencia de García Márquez, ataviado con el lino del liliqui que llevaba puesto en la ceremonia del Nobel, y que era, por cierto, el uniforme de los coroneles en las guerras civiles.

A la entrada de la muralla se encuentra el recoleto parque en que, sin blanca en el bolsillo, en la total indigencia, un jovencísimo Gabriel García Márquez, de 20 años de edad, se apostaría sobre un banco a dormir, aquella noche de abril de 1948 en que arribaría a la ciudad. Huía del ‘bogotazo’ -a que se refirió Timochenko en su discurso, pues está en el germen de los conflictos-, cuando se produjo la violenta insurrección, tras el asesinato del liberal Jorge Eliécer Gaitán, y García Márquez se vio impelido a regresar a la costa con lo puesto, para malvivir después –llegando, incluso, a pernoctar sobre sacos, junto a las rotativas del periódico- como columnista del diario “El universal”, a muy pocas manzanas del escenario de los discursos.

Desde esa tarima de la espaciosa y abierta Plaza del Centro de Convenciones, al borde de la muralla, no es necesario alzar mucho la vista para divisar lugares predilectos en los que el escritor localizó algunos de sus más célebres pasajes. En la zona más próxima del litoral, se encuentra el bucólico atracadero de la Bahía de las Ánimas, donde se sitúa la naviera de Florentino Ariza, el coprotagonista de El amor en los tiempos del cólera, y cuyos antiguos barcos de vapor inspiraron el lecho para el acometimiento erótico con Fermina Daza, con casi 500 páginas y –como en el acuerdo de paz- más de medio siglo de demora...

Y, en unos metros a la redonda, se cruzan también escenarios de El General en su laberinto, Del amor y otros demonios o, mucho más cerca aún, ciertas inspiraciones colaterales de Cien años de soledad; pues el propio Centro de Convenciones era el antiguo mercado de Cartagena, donde el joven Gabo contemplaba el acarreo de las gigantescas planchas de hielo para la conservación de los alimentos, y a cuya vera se encuentra el Camellón de los Mártires, ribeteado por las estatuas de los militares independentistas fusilados. En esa plaza fue donde su padre le llevó a conocer el hielo de su propia biografía, cuando, en 1951, a los tres años de debutar como periodista en “El universal” de Cartagena, y proseguir en “El heraldo” de Barranquilla, le comunica su decisión de abandonar los estudios de Derecho para entregarse al oficio malpagado; pues, “¡Comerás papel!”, le espetó y se fue.

Algunos de sus biógrafos, como Gerald Martin, han explicado que esa escena late al fondo del célebre: “¡(Comeremos) mierda!”, que le espeta, ya del todo desesperanzado, el coronel a su esposa, al final de El coronel no tiene quien le escriba. Y, desde las piedras colindantes a la tarima donde Santos y Timochenko, acaban de designar a Cartagena de Indias “ciudad de la paz”, no es difícil colegir que los militares fusilados del Camellón de los Mártires, las planchas de hielo del antiguo mercado y el altercado con su padre le dictaron, a Gabriel García Márquez, la primer línea de Cien años de soledad...