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Harakiri nipón en Pearl Harbor

Harakiri nipón en Pearl Harbor
Harakiri nipón en Pearl Harborlarazon

David Solar.
Con EEUU más que tocado, el cese de la tercera oleada de aviones sobre la base de Hawái dio alas a un Ejército americano que se rehizo para ganar la guerra con la bomba de Hiroshima.

El capitán de corbeta Mitsouo Fuchida, jefe de la primera oleada de ataque japonés, avistó Perl Harbor a las 07:53, hora local. La capital de la isla de Oahu, en el archipiélago de las islas Hawái, se estaba despertando aquel domingo 7 de diciembre de 1941. En el cielo no se avistaba avión enemigo alguno y en el suelo, entre brumas ligeras, se alcanzaba a ver la gran base militar norteamericana del Pacífico entregada a sus labores habituales. En ese momento envió su mensaje clave al almirante Nagumo, jefe de la flota japonesa de portaaviones: «Tora, tora, tora» (Tigre, tigre, tigre) y, a continuación picó hacia el objetivo.

Acababa de iniciarse la campaña del Pacífico, la mayor contienda aeronaval de la Historia, 44 meses de guerra con millones de víctimas, culminados por sendas bombas atómicas que redujeron a cenizas dos ciudades, Hiroshima y Nagasaki, emblemas del holocausto nuclear.

A las 08:40 horas, los 187 aviones de Fuchida habían agotado su munición y el capitán transmitió al «Akagi», buque insignia donde tenía su puesto de mando el almirante Nagumo: «Misión cumplida. Regresamos. Pearl Harbor es un mar de fuego». Mientras los aviones de la primera oleada japonesa regresaban a los portaaviones, se cruzaron con los 166 aparatos del segundo ataque, comandado por el capitán Simazaki, que a partir de las 08:54 se dedicaron a pulverizar los aeropuertos de la isla y varias instalaciones, retirándose 53 minutos después. A las 10:40 horas los aviones de la tercera oleada calentaban motores, pero Nagumo ordenó cesar el ataque y regresar, pese a la disconformidad con varios jefes que deseaban continuar la destrucción. Nagumo, un veterano oficial formado en las batallas navales de artillería, entendió que si los acorazados norteamericanos estaban ya destruidos, la misión había sido cumplida.

En efecto, en el caos de la Perl Harbor, entre un infierno de llamas y terribles explosiones, agonizan 18 grandes buques norteamericanos y en los aeropuertos se amontonan los restos de 188 aviones... lo que no supo ver el almirante es que allí quedaban indemnes 76 buques de todo tipo, 159 aviones sólo averiados y que los mecánicos trataban de reparar y, sobre todo, no habían sido alcanzados los astilleros, talleres, almacenes navales y los inmensos depósitos donde había 700.000 toneladas de combustible.

Días después, basándose en la espina dorsal de tres portaaviones que no se hallaban en la base, la flota norteamericana del Pacífico, aunque muy dañada, estaba en condiciones de combatir y, seis meses después, Perl Harbor estaba en funcionamiento. El gigante había sido herido, pero se recuperaba rápidamente; el ataque japonés, sin previa declaración de guerra, le había enfurecido y el país entero pedía vengar a las víctimas de los bombardeos. El jefe supremo de la marina japonesa, Almirante Yamamoto, que conocía bien Estados Unidos, lamentó que Nagumo no hubiera terminado el trabajo: «Sólo les hemos herido. Su venganza será terrible».

Dueños de los cielos

Tenía toda la razón, aunque, de momento, sólo él parecía verlo. Japón, a bordo de su poderosa flota y en alas de sus aviones, dueños de los cielos, extendieron sus dominios a velocidad pasmosa: Indochina, Malasia, Birmania, Filipinas, gran parte de Indonesia y de los archipiélagos del Pacífico cayeron en su poder. Las colonias británicas, francesas y neerlandesas quedaron en sus manos e, incluso, Australia recibió la visita de sus bombarderos, convirtiéndose en la primera línea de la resistencia contra el Imperio del Sol Naciente.

Imposible parecía frenar aquella racha de victorias hasta que, inopinadamente, una batalla, cerca de un minúsculo archipiélago, Midway, cambio el curso de la guerra. Seis meses después de Perl Harbor, una formidable flota japonesa, dividida en tres grupos de combate, fue sorprendida y desbaratada por dos pequeñas agrupaciones norteamericanas, con tres portaaviones. Japón perdió aquel día 4 portaaviones por uno los norteamericanos, 240 aviones, por 150 estadounidenses y más de tres mil hombres frente a unos trescientos. En adelante, sus flotas apenas podrían compensar sus pérdidas, mientras que la producción aeronaval de Estados Unidos, más de diez veces superior, fue imponiendo paulatinamente su dominio hasta que, a partir de 1944, las operaciones navales japonesas siempre resultaron derrotadas. El extraordinario despliegue japonés fue un espejismo, pero no lo fue su resistencia numantina. En Guadalcanal, una feroz batalla librada desde agosto de 1942 hasta febrero de 1943, se impusieron los norteamericanos tras un forcejeo titánico en las numerosas acciones navales relacionadas con la isla o en la lucha librada en esta.

Tras Guadalcanal, Japón se batió en retirada en todos los frentes. Las batallas navales las contabilizó por derrotas; los desembarcos norteamericanos, aunque muy costosos, siempre terminaron en victoria. Tarawa, Iwo Jima, Guadalcanal... Que la derrota japonesa se acercaba lentamente era una evidencia, como también lo era que los norteamericanos, con una dirección política de la guerra para que no chocaran las fuerzas del Ejército (MacArthur) y las de la Marina (Nimitz) avanzaban por el camino más espinoso posible. Aquel quería dirigir en línea recta su ataque contra Japón, pasando por las Filipinas; mientras que Nimitz deseaba eliminar las bases japonesas que hallara a su paso para no dejar enemigos detrás. Al final, tras las duras pérdidas de la táctica de isla por isla, se impuso MacArthur: Filipinas. Japón estaba vencido. Había consumido su flota, perdido su ejército e inmolado su aviación en las operaciones kamikaze.

A llegar el verano de 1945 se rindieron sin combatir al final de la guerra y algunos soldados japoneses, abandonados a su suerte, aparecieron treinta años después de terminadas las hostilidades. Los generales japoneses deseaban, con todo, una resistencia a ultranza y los norteamericanos, con la experiencia de los sangrientos asaltos a las islas, concluyeron que la toma del Japón metropolitano les iba a costar un millón de soldados... Ése, además de otros muchos argumentos, tuvo el peso decisivo para que el presidente Truman decidiera lanzar las bombas atómicas, que pondrían fin a la guerra y abrirían un nuevo capítulo en la historia japonesa.