Alemania
«Hungría nos da pánico, nos pueden caer tres años de cárcel»
Los inmigrantes se aproximan a suelo húngaro, la etapa que puede marcar, para bien o para mal, el fin de tan largo viaje
Los inmigrantes se aproximan a suelo húngaro, la etapa que puede marcar, para bien o para mal, el fin de tan largo viaje
Todavía en Belgrado el grupo escucha con atención la cadena Al Arabiya en sus móviles para enterarse de la última hora en la frontera húngara. «Nos pueden caer hasta tres años de cárcel», es uno de los rumores que más les atemoriza y que provoca una tensa discusión sobre el mejor plan para atravesar la valla. «Hungría nos da pánico», asegura Mohanad, «si nos detienen y nos toman las huellas, luego el proceso de asilo en Alemania se retrasa seis meses». Este joven sirio cumple los 18 años en tres meses. «Quiero el asilo antes de la mayoría de edad para tener el derecho a traerme a mi familia», argumenta.
La salida desde Belgrado: discusión sobre la estrategia a seguir ante la nueva etapa
La presión de ese éxodo contra reloj divide al grupo en varias ocasiones. Esta vez, los nervios se disipan con imitaciones de los policías y bromas entre ellos, que acaban con Rakan y Ahmed pegándose con las almohadas. Al día siguiente vuelve a discutirse la estrategia: «Tenemos que hacernos pasar por turistas para llegar a Budapest en taxi sin que nos paren», convienen. Para ello, los muchachos invierten la mañana de compras y en la peluquería, como muchos de los que esperan en el parque central de la capital serbia, convertido en improvisado campo de refugiados. En una de las calles colindantes recogemos bolsas con alimentos y ropa que reparten unos vecinos. «Demasiado para nosotros», asegura Rakan. Entonces se produce uno de los momentos mágicos del trayecto. Los jóvenes distribuyen las provisiones entre sus compatriotas del parque, que se lo agradecen en inglés, creyendo que son voluntarios. «Te sientes bien cuando ayudas a otros», afirma sonriente Hamsa. De camino en el autobús –por 20 euros– desde Belgrado hasta Kanjiza, en la frontera serbia con Hungría, le pregunto a Mohanad si es creyente: «Dejé de creer en Dios cuando empezó la guerra en Siria. No puede haber Dios que permita eso», dice. Sin embargo, quiere mantener tradiciones como la de llegar virgen al matrimonio. «¿De qué sirve tener sexo con muchas mujeres si puedes hacerlo las mismas veces con una sola?», dice.
Belgrado-Kanjiza: una noche eterna en un campo de refugiados
Empieza a oscurecer cuando llegamos al campo de refugiados de Kanjiza –con unas 500 personas– y el grupo decide aguardar a mañana para partir, «porque de noche la Policía húngara usa cámaras térmicas y es más fácil que nos descubran». A los pocos minutos se pone a llover y muchos de los allí acampados optan por coger un autobús hasta la frontera, a escasos dos kilómetros. Las familias forman una cola, mientras los jóvenes corren de un lado para el otro cada vez que llega un vehículo. El conductor se pone en la puerta para evitar, sin éxito, que entren en avalancha. Los jóvenes se abalanzan a empujones y los padres reclaman desde la fila. En el tumulto apenas se escuchan los gritos del conductor –«¡Sólo familias con niños!»–, los chillidos de algunas mujeres aplastadas y los gritos de losniños, empapados tras un largo rato bajo la llovizna.
Nuestro grupo se mete en dos tiendas para protegerse de la lluvia y el frío. La humedad del suelo se clava como agujas en las costillas. Después de una cabezada, nos damos cuenta de que la manta facilitada por Acnur –para cinco personas– se ha mojado por las goteras. A las pocas horas, Abdul, el único adulto de la «banda», comienza a vomitar. Nos despertamos. Alrededor sólo se oyen toses al unísono y vómitos que parecen de niños. Con el primer rayo de sol notamos los primeros síntomas de una larga noche al raso casi sin pegar ojo: anginas, temblores y un dolor punzante en las caderas y la espalda. Al mediodía nos ponemos en marcha con un plan claro: «Evitar a toda costa el registro de las huellas dactilares».
En la furgoneta pirata que nos lleva hasta la frontera nadie habla. Algunos rezan, otros escriben a sus familias. El silencio parece el de un pelotón a punto de salir al campo de batalla. Entonces Hamsa se echa a llorar: «Dentro de tres días mi hijo cumple un año». Hasta ese momento, este joven de 22 años no nos había contado que ha dejado en Siria a su mujer y su hijo con la promesa de traerlos a Europa. Al bajar caminamos una hora por la vía del tren, donde encontramos a un periodista del «The Washington Post», quien nos indica que el control fronterizo está a pocos metros, y que la Policía húngara deja pasar a todos. El problema, sin embargo, viene luego. «Después del paso hay un campo de refugiados donde realizan los registros», avisa.
Kanjiza-frontera: huida campo a través para evitar a la Policía húngara
Después de cruzar la frontera, el grupo se desvía y empieza a avanzar campo a través; por la mata alta caminamos a paso ligero. Por la llanura, corremos agachados. A lo lejos se escuchan sirenas y ladridos. Todos seguimos a Yeman, que lleva el GPS en su móvil. Nos cruzamos con otras personas también escondidas, sobre todo afganos. Tras una hora de huida, nos detenemos en mitad de un bosque, donde se cambian de ropa a toda prisa. Algunos se ponen pendientes falsos y gomina, «para parecer más europeos», y abandonan sus mochilas en ese lugar. Nos dirigimos hacia la autopista. Allí los esperan dos «taxis» pirata que les llevarán hasta Budapest a 200 euros por cabeza.
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