Muere Thatcher

La hija del tendero que cambió una nación

Thatcher potenció el esfuerzo y no las subvenciones

La hija del tendero que cambió una nación
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Con la peor de las ironías un periodista soviético denominó a Margaret Hilda Thatcher la «Dama de Hierro» (Iron Lady). El sobrenombre acabaría haciendo fortuna porque parecía expresar muy adecuadamente el carácter de la británica. Sin embargo, con toda seguridad, para comprender al personaje sería más apropiado denominarla «la hija del tendero». El conservadurismo de Thatcher no nació ni lejanamente del deseo de conservar los privilegios sociales –generalmente, ese tipo de gente milita en la izquierda o en una derecha blanda e inconsistente– sino de saber lo que significa luchar en la vida y haber comprobado que el socialismo prima a holgazanes y torpes a costa de los que se esfuerzan y trabajan. El padre de Margaret se llamaba Alfred Roberts –Thatcher era el nombre de casada– y era un estricto protestante. Predicador en una iglesia local y dueño de dos tiendas de ultramarinos, Alfred siempre supo que el trabajo no era un castigo de Dios sino una tarea que Adán ya había desempeñado antes de la Caída; que el estudio y el esfuerzo eran los caminos legítimos para el ascenso social y que en la Biblia no sólo se encontraba el camino de salvación sino también la guía para que una sociedad prosperara y fuera libre. En esos principios educó a sus hijas Muriel y Margaret y basó una existencia en la que compaginó el ser un pequeño empresario con encabezar la alcaldía de la localidad de Grantham en los años 45 y 46. La educación paterna convirtió a Margaret en una niña que no dejó de superarse y que no sólo obtenía beca tras beca sino que además se dedicaba a actividades extraescolares que incluían el piano, la natación o los recitales de poesía. Así, entró en la Universidad de Oxford con una beca que le permitió graduarse en químicas y especializarse en cristalografía de rayos X. En Oxford se convirtió en presidenta de la Asociación conservadora en 1946 y, sobre todo, quedó seducida por «El camino de servidumbre», de Von Hayek, un agudo libro que había demostrado en 1944 cómo Hitler era, fundamentalmente, un socialista. Sin embargo, su destino parecía estar situado en la ciencia y, de hecho, al acabar la carrera se trasladó a Colchester para trabajar como química para BX Plastics. Hasta 1951, por insistencia de los que la conocían y en contra de la línea oficial del partido, no dio el paso hacia la política. Sin embargo, aún proclamada candidata, siguió trabajando como química, ahora a la busca de emulsionantes para helados. Ese mismo año conoció al que sería su marido el señor Thatcher. Margaret perdió las elecciones en un distrito claramente laborista, pero no se desanimó. A decir verdad, antes de 1953, estudió Derecho, se colegió, se especializó en normativa fiscal y fue madre. Todo ello mientras seguía trabajando en la empresa privada. En 1959, entró en el Parlamento y dos años después se convirtió en ministra de pensiones y seguridad nacional, por méritos propios y no gracias a cuota alguna. En aquellos años, Thatcher demostró tener un criterio propio que abogaba por desregular la economía, flexibilizar el mercado laboral, privatizar compañías estatales y reducir el poder de los sindicatos, pero también por despenalizar la homosexualidad masculina o por convertir en públicas las sesiones de los ayuntamientos. Odiada por los laboristas que la veían como una enemiga del socialismo, Thatcher se convirtió en jefa de la oposición en 1975 y en «premier» en 1979. Seguía siendo la hija del tendero y precisamente por ello creía en el esfuerzo personal para promocionarse y no en las subvenciones; en la educación y no en el político profesional; en la libre empresa y no en la regulación asfixiante; en los impuestos bajos y en el mercado laboral flexible. Pero además Margaret Thatcher no cambió de convicciones al llegar al poder sino que las mantuvo contra viento y marea a pesar de la crisis económica dejada por el Partido Laborista. El que además venciera a la Junta militar argentina en la guerra de las Malvinas, el que apoyara a Reagan en el pulso contra la URSS o el que no tuviera la menor intención de ceder ante los terroristas del IRA le habrían ganado ya de por sí un puesto en la Historia. Pero es que además, sin importarle las encuestas o los medios de comunicación, Thatcher venció a unos sindicatos que habían decidido triturarla y logró reducir espectacularmente la inflación y el desempleo. Los británicos se lo agradecieron reeligiéndola vez tras vez. Su caída en 1990 vino provocada por el deseo de crear un impuesto único muy reducido que afectara a toda la población por igual y que creara una sensación común de responsabilidad fiscal. La reacción de su gabinete –no formado precisamente por hijos de tenderos si no por conservadores con sentimiento de culpa– fue la del pánico a una derrota electoral que, seguramente, no se hubiera producido. Finalmente, Thatcher se vio obligada a dimitir y a dejar el cargo a John Major. Había sido la primera mujer primer ministro en Reino Unido y marcado un record de permanencia en el poder. Incluso el laborista Tony Blair respetó su legado. Era un tributo justo a una política de principios, sin complejos ni mala conciencia por creer en el esfuerzo, en la educación y en la libertad y por haber progresado gracias a los principios que predicaba su padre el tendero.

SU PADRE Y SU MARIDO, los hombres de su vida

Los hombres que marcaron su vida fueron, sin duda, su padre, Alfred, y su marido, Denis. El primero le inoculó la pasión por la política con tan sólo diez años, al implicarla en sus elecciones como concejal. La animó a creer en ella misma y le dio fuerzas para presentarse a las pruebas de la prestigiosa Universidad de Oxford, pese a las reticencias de su colegio, donde veían imposible su entrada para estudiar la carrera de Químicas. Cuando en una ocasión le preguntaron qué era lo que le debía a su padre, contestó: «La integridad. Me enseñó que primero hay que elegir aquEllo en lo que uno creee». Pero si su padre le dio la fuerza, Denis fue quien más contribuyó a su vida y a su trayectoria política. Se conocieron en 1949. Creyó en ella desde el primer momento, la apoyó económica y emocionalmente y se mostró durante toda su vida en un discreto segundo plano, consciente de que sólo debía de ser el acompañante de la primera ministra. Fue su fiel aliado, su inesperable compañero, al que conoció con 23 años. Era entonces un hombre alto, rico, que conducía un Jaguar y vivía en un piso en Chelsea. Se casaron en Londres el 13 de diciembre de 1951 y dos años más tarde nacerían sus mellizos: Carol y Mark.