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La patada de Putin a Obama

Un dibujo de Putin golpeando a Obama refleja el respaldo de los rusos a su presidente
Un dibujo de Putin golpeando a Obama refleja el respaldo de los rusos a su presidentelarazon

La guerra fría terminó, pero no con la paz ni con un acuerdo claro y transparente sobre las nuevas reglas. Son palabras de Putin en octubre pasado, en uno de sus habituales discursos cargados de resentimiento hacia Occidente en general y EE UU en concreto, a los que se refiere despectivamente como «autoproclamados ganadores de la guerra fría». El presidente ha sabido explotar esa terminación nerviosa del pueblo ruso, orgulloso por definición, para que le siga en esta adaptación moderna de aquella contienda virtual, cristalizada en episodios como el conflicto ucraniano o la aún más reciente carrera armamentística en el Báltico. Este mes se cumplen 70 años de la conferencia de Potsdam, en la que surgieron las primeras distensiones entre los aliados que ganaron la II Guerra Mundial. «Sí, estamos ante una nueva guerra fría, las dos partes incrementan el gasto militar y buscan nuevas zonas de influencia. En realidad la primera nunca terminó del todo, lo que hubo fue una tregua», opina Timur, moscovita de 26 años. La presente reedición no es la confrontación de dos sistemas antagónicos como fue la original, capitalismo contra socialismo. «Podemos salir del país, viajar, en general comemos, leemos y vemos las mismas comidas, revistas y películas que los americanos. En aquella época sí que se sintió más la confrontación en ese sentido», recuerda, por otro lado, Nadia, una pensionista.

Desigualdad social

La simpatía que despierta la causa de Putin en ciertos sectores de izquierdas en países occidentales, pulida desde los medios estatales rusos en lengua extranjera, tiene más que ver con su oposición a EE UU que con su doctrina política. Su evocación frecuente a los tiempos de la URSS es un ejercicio patriótico, por aquello de que el país era entonces temido y poderoso. Pero Putin de comunista tiene poco o nada. Sirva de ejemplo ese tipo impositivo lineal del 13 por ciento que rige hoy en Rusia y que sostiene una crónica y galopante desigualdad social. O la religión, que ya no es el «opio del pueblo», al contrario: la Iglesia ortodoxa tiene una enorme influencia en el Gobierno, como muestran la ley contra la propaganda homosexual o la desproporcionada sentencia a las Pussy Riot.

La sintonía de Putin con Tsipras o Maduro es coyuntural, por el sencillo motivo de que le llevan la contraria a Bruselas y Washington. La nueva guerra fría no es un enfrentamiento ideológico sino por áreas de influencia. El espacio ex soviético principalmente, pero también América Latina y Oriente Medio, por ejemplo, Siria, donde EE UU arma a la oposición a Al Asad, principal aliado ruso en la región. Pese a los desencuentros con Bruselas, la percepción de la Unión Europea no es negativa en la sociedad rusa, si bien se le mira con decepción, la del socio convertido en marioneta, por sumarse a las sanciones alentadas por el everdadero enemigo: Washington. El 66 por ciento de los rusos tiene hoy una imagen negativa de EEUU, récord desde la caída de la URSS. Únicamente en 2008, durante la guerra relámpago con Georgia, se habían registrado niveles similares. Además, el 59 por ciento ve a EE UU como una amenaza y el 31% teme una invasión militar, según una encuesta del instituto Levada realizada a comienzos de mayo. El rechazo a Washington no es sólo político, toca todos los ámbitos, más allá de las consignas tradicionales de «la OTAN nos rodea» o «el Maidán fue un golpe de estado orquestado por los halcones de Washington». Los disturbios raciales o las matanzas de asesinos solitarios en EE UU se cubren en los medios rusos, en su mayoría controlados directa o indirectamente por el Gobierno. Es la versión del siglo XXI de aquellos carteles de propaganda soviética: «Estilo de vida americano: un asesinato cada 44 minutos y un robo violento cada 9 horas». Carteles, por cierto, que se han vuelto a poner de moda y se venden no sin éxito en las tiendas de suvenires de Moscú, en las que comparten protagonismo con bustos de Stalin y las omnipresentes camisetas de Putin. Al otro lado del Atlántico, la evolución es similar. Rusia es percibida como la principal amenaza para EE UU; un 18 por ciento, el doble que el año pasado, superando a Irán y Corea del Norte, que lideraron el mismo ranking en años previos. Además, un 70% tiene una imagen negativa de Rusia y el 50 % considera una amenaza «real», según datos de una encuesta de Gallup realizada en febrero. «Las relaciones con EE UU no habían sido tan críticas desde la crisis de los misiles balísticos en Europa a inicios de los años ochenta», comenta el jefe del comité de Asuntos Internacionales de la Duma de Rusia, Alexéi Pushkov. Sin embargo, y a diferencia de la primera guerra fría, no existe en general en Rusia un verdadero temor a que pueda llegar la sangre al río en forma de conflicto nuclear. Los oligarcas no han dejado de comprar yates para construir búnkeres. «Estos movimientos son sólo para contenernos, no creo que exista una amenaza nuclear real», opina Timur sobre la ampliación al este de la OTAN.

Otra diferencia respecto a la primera guerra fría es el desequilibrio de fuerzas, en todos los sentidos, también económico. Hoy en día Rusia, pese a su influencia geopolítica y poderío militar, es un gigante con pies de barro, la décima economía del planeta, con un PIB inferior al de Italia, y en caída por las sanciones y el precio del petróleo. Sin embargo, los rusos están con Putin, el 89 por ciento aprueba su gestión según las encuestas, no perciben el deterioro de una verdadera democracia porque nunca la han conocido más que por películas. Sí valoran en cambio su firmeza, que ha traído al menos estabilidad tras unos terribles años noventa, cuando los oligarcas gobernaron el país en la sombra. Así, la actitud de los rusos ante esta nueva guerra fría se resume en la ya popular frase de «comeremos patatas si es necesario, pero estamos con Putin».