Restringido
La querida «Dama de Coeur»
La muerte de la reina Fabiola, española de nacimiento, pero belga de corazón, supone el ocaso de una época crucial en la dinastía que reina en Bruselas, una era en la que el ejemplo de un matrimonio regio y cristiano, unido y feliz, iluminaba la vida de flamencos y valones. Los Sajonia-Coburgo-Gotha, procedentes de un pequeño ducado alemán, fueron en el siglo XIX el vivero de príncipes más prolífico para los tronos de media Europa. Llegaron al de Bélgica, con Leopoldo I, pero también a los de Portugal, Bulgaria e Inglaterra. Desde que en 1831 esa dinastía fue elegida para regir los destinos de los belgas, ha sabido, a pesar de innumerables dificultades y sinsabores, mantener unido a un país –de fuerzas centrífugas evidentes– del que hoy por hoy el rey es el mejor punto de referencia en la lucha por avanzar juntos en pro de un futuro mejor.
Fabiola de Mora y Aragón era hija de los marqueses de Casa Riera y Condes de Mora, y había vivido en el palacio de la calle Zurbano que luego pasó a ser el Ministerio de Fomento. Era ahijada de la reina Victoria Eugenia y descendía, además, de los Marqueses de Casa Torres, condes de la Rosa, Marqueses de Vessolla, marqueses de las Hormazas, marqueses de San Adrián, marqueses de San Felipe y Santiago, y muchas otras casas nobiliarias españolas. Más españolas, además de la reina Fabiola, han reinado en Europa: Catalina de Aragón, sufrida consorte del culto pero sanguinario Enrique VIII de Inglaterra; Catalina Micaela –hija de Felipe II de España–, mujer de Carlos Manuel I el Grande, duque de Saboya; Ana de Austria, mujer de Luis XIII de Francia o María Teresa de Austria, esposa de su hijo Luis XIV; Carlota Joaquina, hija de Carlos IV y reina de Portugal como esposa de Juan VI; o Eugenia de Montijo, condesa de Teba, convertida en emperatriz de los franceses tras su matrimonio con Napoleón III.
Pero Fabiola fue consorte de un monarca que reinó en territorios antiguamente gobernados desde Madrid: los Países Bajos Españoles. Con altibajos diversos, estuvieron bajo el control de la Corona Española desde 1555 a 1714 cuando, tras el Tratado de Rastatt, el emperador Carlos VI, el archiduque pretendiente de la Guerra de Sucesión española, tomó posesión de ellos.
La historia de amor de los reyes Balduino y Fabiola de los Belgas estuvo adobada y sazonada de mutua fidelidad y de una enorme consecuencia entre su fe y sus actos. De enorme humildad personal, supo apartarse discretamente para no robar protagonismo a la nueva reina, Paola, cuando Balduino murió. Dejó el palacio de Laeken y pasó a vivir al castillo de Stuyvenberg, pero siguió ocupándose de lo que había hecho toda su vida: hacer el bien, como cuando ejercía de enfermera en Madrid o escribía cuentos para niños. Continuó volcándose con las mujeres del ámbito rural, los enfermos de leucemia, o presidiendo la fundación que lleva el nombre de su esposo. Su benéfica acción la inició antes incluso de casar en 1961 con el joven rey de los Belgas, llegado al trono en situación nada fácil, tras la abdicación en 1951 de su padre Leopoldo III.
Dicen que cuando un matrimonio no es bendecido con hijos de su propia sangre se producen dos efectos: una más estrecha unión entre los cónyuges y una suerte de «adopción» de los hijos de otros, sean éstos de amigos o familiares o, como en el caso de Balduino y Fabiola, de su propio pueblo. Los belgas adoraron a esa reina que supo estar siempre al lado de su marido ante cuya muerte, acaecida, por cierto, en España, en 1993, desechó vestir de negro en su funeral, sabedora de que para quien muere en gracia de Dios, las puertas del cielo se abren de par en par. Ahora que ella se ha reunido ya con su esposo, quizás se publiquen las anécdotas sobre él que Fabiola fue pacientemente recopilando con amor y que terminarán de reflejar la enorme talla de un monarca que supo anteponer el bien de su propia alma –y el ejemplo para su pueblo– al poder y a la vanidad. Así quedó de manifiesto en la espléndida biografía que escribió sobre él su confesor el Cardenal Suenens, arzobispo de Malinas-Bruselas.
Como recordaron sus biógrafos Philippe Séguy y Antoine Michelland, con ocasión de su sexagésimo cumpleaños, Fabiola escribió: «Es necesario que nuestro amor resplandezca sin límites, que se dé a todos, cualquiera que sea su edad, el color de su piel, su medio social, su salud, sea simpático o no... Cuando sentimos esta fuerza interior, más poderosa que la de las armas y que continuará después de la muerte, comprendemos el sentido de la vida. El misterio se nos desvela poco a poco y la alegría nos invade». Ahora, esta «jovencita de 80 años» –como la llamaron otros de sus biógrafos, Brigitte Balfoort y Joris De Voogt– pasará a la historia de Bélgica como una más de esas reinas españolas que dieron en Europa ejemplo de abnegación y fe. Su nombre lo llevan ya el Hospital de Niños Reina Fabiola o los Pueblos Reina Fabiola para personas discapacitadas, pero los belgas llevan a su «Dame de Coeur» –como era llamada– ahí mismo, en el corazón.
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