Internacional

La tímida apertura económica, en el aire

La Razón
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Que fue un gran revolucionario nadie lo duda: desde el cuartel de Moncada a la Sierra Maestra y la entrada de los barbudos en La Habana, todo fue un cambio total en la historia de Cuba. Que podría haber sido muy otra si hubiera habido, entre otras cosas, un Eisenhower más diplomático que no hubiera impuesto el embargo económico a la isla con tanta inmediatez.

La Cuba revolucionaria entró en las guerras civiles de Angola, Mozambique, Etiopía y otros lugares, y se comportó así al servicio de una URSS que fue encaminándose a la gerontocracia opresiva, como una especie de premonición de lo que sería la propia actitud de Fidel Castro más adelante.

El antiguo alumno de los jesuitas y fiel creyente se percató un día de que si no había revolución mundial, él tendría que seguir por lo menos en Cuba enfrentándose a sus antiguos compañeros en lo que habían sido ideales y principios. Eso se vio con el trato que dio a Huber Matos, que veía una Cuba más placentera y menos jerarquizada por la autocracia. Y lo propio sucedió con Che Guevara, que en 1964 se dio perfecta cuenta de que la Cuba revolucionaria se iba a concentrar en un caldo isleño y marchó para Bolivia a suscitar nuevas rebeliones para al final encontrar la muerte.

Desde entonces, e indudablemente con el peso que significó la crisis de los misiles, Cuba se convirtió en apenas otra cosa que un instrumento soviético de importancia decreciente. Para seguir en una historia que recuerda mucho a la novela «El engranaje» de Jean Paul Sartre: el antiguo revolucionario se transforma en administrador de sus conquistas y renuncia a la utopía.

Ahora, 58 años después de la gran fiesta habanera, nos encontramos en una situación de encrucijada. Por un lado, ha habido el acuerdo Obama-Raúl Castro, conducente a una cierta normalización de relaciones con el gigante del norte, si bien es cierto que todavía están en vigor la mayoría de las sanciones del embargo. Y, por otro lado, el panorama en Estados Unidos, que ha cambiado súbitamente con la elección de Donald Trump. Si se recuerdan las palabras durante la campaña por parte del vencedor en la carrera presidencial, Cuba podría ser objeto de toda clase de fuertes presiones e incluso de increíbles tropelías, incluyendo una nueva ruptura de relaciones diplomáticas que sería verdaderamente trágica para una evolución razonable: ¿otra vez vuelta a empezar, con el desdichado embargo, que durante más de medio siglo frenó la evolución de Cuba a la democracia?

Pero una situación así sería incomprensible para todos los observadores de la comunidad internacional. Ya no estamos en los tiempos de 1962, en plena Guerra Fría. Hoy hasta el propio Trump tendrá que guardar las formas en sus decisiones diplomáticas. Y algún tipo de negociación será inevitable para no llevar el incierto estado de cosas actual a extremismos definitivamente incontrolables. Y además absolutamente impropias en el comienzo de un mandato en Washington DC que va a durar cuatro años.

La política del gran bastón, de las cañoneras o de la referida intervención de Bahía de Cochinos ya no cabe en la parafernalia de EE UU. Y hasta el propio Henry Kissinger –que sigue siendo una especie de asesor universal para toda la política exterior desde Washington– saldría a la escena para señalar que la estabilidad mundial exige formas y argumentos que esgrimir en el intento de resolver cualquier conflicto importante. Aparte de que el «problema cubano» para EE UU no es, hoy, ni mucho menos, una cuestión primordial, sino un tema muy delimitado en el hemisferio occidental, que cabe conllevar un tiempo para resolver a la postre con cesiones por ambas partes.

Habrá júbilo, al menos por unos días, en Miami, donde ya no hay tanta beligerancia anticastrista. Y habrá un verdadero pesar por parte de muchos cubanos, por la nostalgia de una revolución que no fue ni mucho menos lo que se pensó y que en ocasiones se tiñó de sangre y de represiones. E igualmente habrá mucha reflexión del lado de los que rodean a Raúl Castro, porque, quieran decirlo o no, el gran aval de la nueva fase de política económica y de democracia que se abrió con los acuerdos Obama se queda sin el fuerte respaldo que habría sido la propia presencia de Fidel, quien conservó en gran medida su antinorteamericanismo; entre otras cosas porque en su visita a Cuba el propio Obama no pretendió ver a Fidel.

Además, Raúl Castro tendrá mucho que aquilatar una vez autodeclarada su jubilación para 2018, y pretenderá dejar una imagen para la historia de un tránsito que no sea la vuelta a los peores años del castrismo. Habrá de entender que la senda hacia una democracia es inevitable, y a la hora de elegir a su «heredero», tendrá que buscar a quien sea capaz de conducir ese proceso.