Turquía
Militarismo y caza de brujas
Erdogan ha concluido su más importante operación política desde que llegó al poder en 2003. Debería de ser toda una culminación de los importantes cambios que ha llevado a cabo en el país y el enfilamiento de la recta final hacia una nueva Turquía, mucho más próspera, más influyente y más islámica. El éxito se ve empañado porque llega en el momento en que otras piezas esenciales de su ambicioso proyecto se tambalean amenazadoramente, poniendo de relieve los ya conocidos trapos sucios de la operación que ahora concluye: las numerosas y duras sentencias condenatorias contra un buen número de opositores y de militares de la máxima graduación en el «caso Ergenekon», que se ha prolongado a lo largo de cinco años. Se trata de una supuesta magna conspiración, moteada de gran número de actos criminales, cuyo desenlace final debería ser un golpe militar contra la segunda victoria electoral del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) y su carismático y poderoso líder Erdogan. La misma magnitud que se le atribuye a la empresa resulta extrañamente sospechosa y muchos de sus episodios tienen una cierto aire rocambolesco. Las garantías procesales han brillado por su ausencia. Los derechos de la defensa se han visto manifiestamente coartados. No tendría nada de increíble, pero está lejos de haber sido fehacientemente demostrado, que ante el avance de los islamistas, diversos políticos pertenecientes a la tradición secularista hubieran comenzado a especular acerca de cómo frenar la ola verde que se les venía encima.
Sin ser una tradición antimusulmana, ha mantenido una rigurosa separación entre Estado y mezquita. En esa defensa del Estado laico han jugado un papel sustancial las fuerzas armadas, que se consideran guardianes por excelencia de la doctrina y la práctica kemalista, creada por uno de los suyos, el fundador de la República, el reverenciado Atatürk –padre de los turcos–. En la segunda mitad del siglo XX dieron tres golpes de Estado, tratando de corregir las desviaciones del ideal, cuando no salvando el país de la violencia entre extremos a la que se veía abocado y el subsiguiente caos. La última ocasión fue precisamente contra el maestro y predecesor de Érdogan y su AKP. En las tres ocasiones devolvieron pronto el poder a los civiles, mediante elecciones. El procedimiento no es democrático, pero los resultados han tendido a serlo, y la constitución turca les atribuía esa función. Norma jurídica y práctica constituían un obstáculo manifiesto para el acceso de Turquía a la Unión Europea, para la que, en todo caso, la gran autonomía de los militares, un verdadero Estado dentro del Estado, resultaba inadmisible.
Para Erdogan poner a los militares bajo su férula era una necesidad absoluta. Hacerlo con la complacencia de Europa y presentándose como el civilizador de un poder intervencionista y sin controles, miel sobre hojuelas. El método utilizado ha resultado deplorable y su contexto no ha sido la de una pugna por la democratización del sistema, sino el de la afirmación de un poder cada vez más absoluto, que persigue a los opositores y lamina cualquier manifestación de libertad de prensa.
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