
Asia
El sur de Asia, enardecido, se rebela contra la corrupción y la mordaza digital
Gobiernos asiáticos enfrentan una ciudadanía más crítica y movilizada por la corrupción rampante y las grandes desigualdades

El sur de Asia hierve en un caldero de máxima indignación. La corrupción endémica y la censura han desatado un levantamiento social que azota la región, desde las callejuelas empedradas de Katmandú hasta los escombros humeantes del parlamento indonesio de Makassar. Miles de jóvenes denuncian esta semana el supuesto nepotismo -la práctica de favorecer a familiares o allegados en el acceso a cargos y empleos- y la inmoralidad del sistema político nepalí. En Filipinas, comunidades anegadas por diluvios claman contra el saqueo de fondos públicos; en Malasia, una reforma anticorrupción, aprobada con celeridad sospechosa, ha encendido la ira contra el primer ministro Anwar Ibrahim; y en Indonesia, el privilegio obsceno de una élite política, ajena al sufrimiento de las masas, ha impulsado un torbellino de violencia. No se trata de simple furia descontrolada, es un réquiem por la justicia, entonado por una población que, hastiada de promesas vacías, exige redención en un escenario donde la brecha entre las élites y el pueblo se ha tornado insostenible.
En Nepal, la generación Z, forjada en la fragua de la era digital, ha alzado barricadas de resistencia contra los bloqueos. A principios de septiembre, el gobierno de K.P. Sharma Oli, en un acto de audacia autoritaria, vetó 26 plataformas de redes sociales, desde Facebook hasta X, bajo el pretexto de su falta de registro. La maniobra, simulada para sofocar críticas al desgobierno y la corruptela, desató la insurrección juvenil. Las plazas de Katmandú, Pokhara y Biratnagar se convirtieron estos días en escenarios de un drama épico, donde centenares de jóvenes alzaron un grito unísono: “No a la mordaza, sí a la justicia”.
Lo que comenzó como una marcha pacífica en la plaza Maitighar derivó en un caos dantesco cuando los manifestantes intentaron irrumpir en el Parlamento. La respuesta policial, brutal y desmedida, evocó las peores páginas de la represión: gases lacrimógenos, cañones de agua y, según testimonios, disparos con balas de goma. El saldo fue de al menos 19 muertos y centenares de heridos. Un impactante video, difundido bajo el hashtag #StopTheBan, captura el instante en que un joven es alcanzado por una bala de goma, un fotograma que se ha convertido en el estandarte de una generación indómita. “No es solo un veto, es un asalto a nuestra alma”, proclamó un activista en X, en una proclama que reverberó miles de veces antes de que el Ejecutivo, acorralado por la presión, levantara la restricción tras una reunión de emergencia.
Con las redes restauradas, los nepalíes han transformado las plataformas digitales en un Tribunal moderno, donde la “vigilancia ciudadana” se ejerce con minuciosidad. Inspirados por movimientos similares en Filipinas, han expuesto la extravagancia obscena política —yates, relojes de lujo, o viajes a paraísos fiscales— en contraste con la miseria de comunidades devastadas por inundaciones y deslizamientos. La renuncia del ministro del Interior, Ramesh Lekhak, y la promesa de una investigación en dos semanas son meras migajas frente a una juventud que ve en Oli al custodio de una casta política atrincherada en sus privilegios.
La pira de la desigualdad en Indonesia
La chispa de la revuelta en Indonesia fue un privilegio que desafía toda decencia: una asignación de 50 millones de rupias mensuales para los 580 miembros de la Cámara de Representantes (DPR), una suma que multiplica por diez el salario mínimo de Yakarta. En un país asfixiado por la inflación, despidos masivos y un coste de vida que estrangula a las clases trabajadoras, esto supuso un insulto intolerable. Un video de legisladores bailando con despreocupada frivolidad durante un receso parlamentario, mientras el pueblo languidecía, se convirtió en el catalizador de una furia contenida.
Las calles de Yakarta, Medan, Surabaya, Bandung y Yogyakarta se transformaron en un campo de batalla donde estudiantes, obreros y conductores de mototaxis exigieron salarios dignos, el fin de la precariedad laboral y la revocación del subsidio. El reclamo escaló hasta la irrupción en el edificio del DPR en Kalimantan Occidental, mientras en Makassar el parlamento regional fue consumido por las llamas, dejando tres víctimas atrapadas en el infierno. La tragedia alcanzó su cénit con la muerte de Affan Kurniawan, un conductor de mototaxi de 21 años, atropellado por un vehículo policial en Yakarta. El video del incidente, viralizado en redes, se erigió como símbolo de la brutalidad estatal.
El balance fue desolador, con siete muertos, incluido un presunto oficial de inteligencia policial, un estudiante y un anciano asfixiado por gases lacrimógenos; 469 heridos y más de 1.200 arrestos. La ira desbordó las instituciones y alcanzó las residencias de los legisladores. En Yakarta, la casa del diputado Arteria Dahlan fue saqueada, con ventanas destrozadas y vehículos incendiados, imágenes que algunos celebraron como justicia poética, pero que las autoridades condenaron como “bárbara delincuencia”. El presidente Prabowo Subianto, obligado a cancelar un viaje diplomático a China, revocó el subsidio, suspendió los viajes al extranjero de los legisladores y prometió investigar la muerte de Kurniawan, con siete oficiales detenidos. Sin embargo, su retórica, que califica los disturbios de “traición y terrorismo”, y el despliegue de controles policiales han sido denunciados como un intento de apagar la disidencia con mano de hierro.
Filipinas: El diluvio de la corrupción
El cambio climático y la corrupción han tejido la desdicha. Inundaciones, cada vez más devastadoras, han desnudado un escándalo colosal: miles de millones de pesos destinados a proyectos de control han sido saqueados por políticos y contratistas, dejando a comunidades a merced de la naturaleza desatada. En las comunidades en línea, la población señala a los “nepo babies” —herederos de funcionarios corruptos— como símbolos de un sistema putrefacto, exhibiendo su opulencia mientras barrios enteros se hunden en el fango.
El escándalo se sostiene sobre tres pilares de ignominia. Primero, proyectos fantasma: una porción sustancial de los fondos se destinó a obras inexistentes o inconclusas, un latrocinio descarado. Segundo, construcción deficiente: hasta el 60% de los presupuestos fue desviado mediante esquemas corruptos, forzando a los contratistas a emplear materiales de ínfima calidad y mano de obra precaria, lo que resulta en diques y puentes que colapsan al primer embate del agua. Por último, un ciclo perpetuo de “mantenimiento”: la pésima calidad de las obras genera una espiral viciosa de gastos para reparar infraestructuras que nunca debieron fallar, un mecanismo que enriquece a los mismos contratistas y perpetúa la vulnerabilidad de las comunidades.
Desde julio de 2022, el gobierno ha invertido 545 mil millones de pesos en control de inundaciones, pero 100 mil millones fueron a parar a solo 15 proveedores, muchos ligados a políticos. Las licitaciones, un simulacro de transparencia, eran controladas por las mismas manos. El senador Panfilo Lacson calcula que, en 15 años, 2 billones de pesos se han dilapidado en esta gestión, con hasta la mitad evaporada por la corrupción. La presión forzó la renuncia del secretario de Obras Públicas, Manuel Bonoan, quien asumió “responsabilidad de mando”. Su sucesor, Vince Dizon, ordenó la dimisión de todos los funcionarios del departamento y prometió excluir a los involucrados. El presidente Marcos Jr. lanzó una plataforma para denuncias ciudadanas y ordenó auditorías, pero la lentitud de los procesos alimenta un escepticismo que se extiende como la pólvora. En redes, la “vigilancia de estilo de vida” ha cobrado fuerza, con jóvenes exponiendo la opulencia de los hijos de políticos —bolsos de diseño, jets privados— frente a la miseria de comunidades anegadas.
Malasia: La reforma traicionada
La crisis se desató en Malasia por una ley de adquisiciones públicas aprobada con una celeridad que destila desconfianza y por protestas masivas que exigen la renuncia del primer ministro Anwar Ibrahim. La Ley de Adquisiciones Gubernamentales, que prometía licitaciones transparentes, apoyo a pequeñas empresas y castigos severos por corrupción, buscaba expiar el pecado original del escándalo 1MDB, donde miles de millones fueron robados. Sin embargo, su aprobación en una sola sesión parlamentaria, sin apenas debate, fue un agravio para ONGs como Transparencia Internacional Malasia y la oposición, que exigían un escrutinio riguroso. Los legisladores opositores abandonaron el Parlamento en un gesto de desafío, mientras las calles de Penang, Johor Bahru e Ipoh se llenaban de pancartas que proclamaban: “La transparencia empieza por vosotros”.
En paralelo, miles de personas se congregaron en Kuala Lumpur, convocadas por el Partido Islámico Panmalasio (PAS), para exigir la cabeza de Anwar. Las críticas se centran en su gestión desde noviembre de 2022, cuando su coalición, la Alianza de la Esperanza, obtuvo una victoria pírrica. Anwar, que prometió reformas para atajar la crisis económica, ha sido acusado de traicionar sus ideales. Su intento de obtener inmunidad frente a una demanda civil por una presunta agresión sexual en 2018, que él niega, ha avivado las sospechas de abuso de poder. Su trayectoria —aliado de Mahathir Mohamad en los 90, encarcelado por cargos de corrupción y sodomía, liberado en 2004 y perdonado en 2018— lo convierte en una figura polarizante, incapaz de apaciguar a una nación harta de promesas incumplidas.
Un canto de redención
Esta parte del planeta, ahora bastante convulso, parece estar viviendo un renacimiento. Las plataformas digitales han amplificado las voces de una generación que, armada con teléfonos y hashtags, reta a una clase dirigente atrincherada en torres de marfil. Los gobiernos, atrapados entre concesiones tibias y la tentación de la represión, enfrentan una marea terca que no cede por sus derechos.
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