Alto el fuego

Tailandia y Camboya sellan un frágil alto el fuego tras una semana sangrienta

Los cinco días de enfrentamientos dejan más de 30 muertos y cerca de 300.000 personas desplazadas

El estruendo de la artillería se ha silenciado, al menos por ahora, en la disputada frontera entre Tailandia y Camboya. Un ansiado acuerdo de alto el fuego, efectivo a partir de la medianoche del lunes, ha puesto fin a cinco días de enfrentamientos que han dejado un rastro de devastación: más de 30 muertos, aldeas desiertas y unas 300.000 personas desplazadas.

El acuerdo, forjado bajo la mediación de Malasia, lleva el sello del primer ministro Anwar Ibrahim, presidente de la ASEAN, quien reunió en Kuala Lumpur al líder camboyano Hun Manet y al primer ministro interino tailandés, Phumtham Wechayachai. "Ambos gobiernos han mostrado un compromiso firme con la paz inmediata y la restauración de la estabilidad", declaró Ibrahim, flanqueado por los líderes en una rueda de prensa que destilaba alivio, pero también cautela.

El camino hacia la estabilidad no fue sencillo. La presión internacional jugó un papel crucial. Desde Washington, el presidente estadounidense Donald Trump amenazó con suspender negociaciones comerciales con ambas naciones si la escalada continuaba. Sus llamadas directas a los responsables, según Ibrahim, fueron decisivas para inclinar la balanza hacia el diálogo. China, por su parte, no se quedó atrás: mantuvo contactos estrechos con ambas capitales, abogando por la estabilidad en una región clave para sus intereses.

Una mina terrestre reavivó las hostilidades

La violencia estalló el pasado jueves, cuando una mina terrestre segó la vida de cinco soldados tailandeses cerca del templo de Ta Muen Thom, un vestigio milenario cuya soberanía ambos países reclaman con fervor nacionalista. Lo que comenzó como un incidente aislado escaló rápidamente a un intercambio de artillería pesada, con lanzacohetes, tanques y bombardeos que resonaron a conflictos pasados. Aldeas enteras quedaron atrapadas en el fuego cruzado, mientras el éxodo masivo transformaba pueblos en escenarios fantasmales.

El domingo, la contienda alcanzó su punto álgido. Desde Bangkok, el coronel Richa Suksowanont, portavoz adjunto del ejército tailandés, señaló con dedo acusador a Camboya: "Sus fuerzas dispararon contra Surin, destruyendo casas y profanando el templo. Quieren tomar por la fuerza lo que es nuestro". La respuesta tailandesa fue implacable: un aluvión de artillería de largo alcance buscó silenciar los cañones camboyanos. "Sin negociaciones formales, no habrá tregua", advirtió Richa, desoyendo en un principio los esfuerzos de mediación externa.

En Phnom Penh, la réplica fue igual de contundente. El Ministerio de Defensa camboyano acusó a Tailandia de "bombardeos indiscriminados" que, según ellos, revelaban una clara intención de escalar el conflicto."Sus acciones son un ataque directo a la paz", afirmaron, mientras los proyectiles seguían cayendo sobre la frontera de 800 kilómetros que separa a ambos territorios.

El costo humano es desgarrador. Tailandia reporta 21 muertos, la mayoría civiles. Por su parte, Camboya suma 13 víctimas fatales. Más de 131.000 tailandeses y 37.000 camboyanos han abandonado sus hogares, dejando tras de sí escuelas cerradas y hospitales inoperativos. La ONU instó a la ASEAN a mediar con urgencia, mientras Human Rights Watch denunció el uso de municiones de racimo, prohibidas por el derecho internacional, y exigió protección para la población atrapada en la vorágine.

La chispa inicial de la disputa se remonta a mayo, cuando la muerte de un soldado camboyano en un enfrentamiento en la zona limítrofe fracturó la frágil diplomacia entre ambos y avivó las tensiones internas en Tailandia. Desde entonces, la desconfianza ha sido la moneda corriente, alimentada por eterna pugnas y el peso de un nacionalismo que no cede.

Por siglos, este área ha sido una caldera de fricciones, donde la grandeza del pasado choca con ambiciones actuales. El Imperio Jemer, en su apogeo entre los siglos IX y XIII, dominó vastos territorios que abarcaban lo que ahora son Camboya, Tailandia, Laos, Myanmar, Vietnam e incluso partes del sur de China. Sus templos, como los de Ta Moan Thom y Preah Vihear, son testigos de una civilización que deslumbró por su ingenio arquitectónico y su sofisticada gestión hídrica. Sin embargo, tras el ocaso de los jemeres, el control de estas tierras fronterizas cambió de manos, dejando un legado de rifirrafes.

Una región polvorín

En el siglo XIX, el noroeste de la actual Camboya cayó bajo el dominio de Siam, el nombre histórico de Tailandia. Durante la colonización, Francia, que controlaba Indochina, reclamó la región, pero las fronteras trazadas entonces nunca lograron apaciguar las rivalidades entre ambos pueblos. La falta de una demarcación clara ha alimentado el pleito, avivado por el orgullo nacional y la herencia cultural compartida.

La década de 1970 marcó un capítulo oscuro en esta zona selvática, cuando los Jemeres Rojos convirtieron sus densos bosques en un bastión de su régimen genocida. Bajo su utopía agraria, cerca de un quinto de la población camboyana pereció, y las minas terrestres sembradas en esos años aún se esparcen por el terreno como recordatorio de la brutalidad.

Aunque los enfrentamientos armados han sido esporádicos, la región ha vuelto a ser un polvorín. La chispa reciente se encendió por una crisis política en Bangkok, donde la primera ministra Paetongtarn Shinawatra, líder de una coalición inestable, fue acusada de ceder ante Hun Sen, el patriarca político de Camboya.

Este último, una figura dominante desde el colapso de los Jemeres Rojos en 1979, filtró una conversación telefónica en la que Shinawatra criticaba al ejército tailandés y parecía rendirle pleitesía. La maniobra de Hun Sen, probablemente destinada a reforzar su imagen interna, tuvo consecuencias inesperadas: el Tribunal Constitucional de Tailandia suspendió a Shinawatra, y los militares tailandeses, sintiéndose agraviados, intensificaron las hostilidades en la frontera.

Este episodio no es nuevo en la estrategia de Hun, quien ha recurrido al nacionalismo para consolidar su poder. En 2003, un rumor infundado sobre una actriz tailandesa que habría reclamado Angkor Wat como tailandés desató disturbios en Phnom Penh, con la embajada de Tailandia en llamas. Hoy, mientras los tambores de guerra han cesado en Oddar Meanchey, la historia parece repetirse, con el pasado jemer como recordatorio y las ambiciones políticas como combustible.