
Diplomacia
Trump aprieta las tuercas a Corea del Sur en su reunión con el presidente Lee Jae Myung
En Washington, el presidente surcoreano buscó apaciguar al magnate con elogios y gestos de cercanía, pero las exigencias de Trump amenazan con dinamitar un frágil pacto comercial

El presidente surcoreano Lee Jae Myung se enfrentó este lunes a un Donald Trump en plena efervescencia, tan provocador como sarcástico, en una cumbre que expuso las fisuras de una alianza que Washington alguna vez jactó de «inquebrantable». Lee, con sonrisa estratégica, desató una oleada de lisonjas: celebró los récords del Dow Jones, alabó a EE. UU. como «pacificador» bajo Trump y soñó con una Torre Trump para un partido de golf conjunto. Pero este intento de apaciguar al impredecible magnate chocó contra las demandas implacables de Washington, que amenazan con despedazar un frágil pacto comercial mientras, en el Indo-Pacífico, las ambiciones de Pekín y las bravatas de Pyongyang dictan un ritmo brutal. En un giro teatral, Trump anunció un posible viaje a Pekín antes de fin de año, invitando a Lee a sumarse. «Ahorremos combustible», bromeó, revelando recientes charlas con Xi Jinping. Con un gesto a su electorado, prometió permitir el ingreso de estudiantes chinos a EE. UU., pero lanzó un dardo: si China no entrega imanes para la industria estadounidense, «les clavaremos aranceles del 200 %».
Horas antes de recibir al dirigente surcoreano, Trump escribió en Truth Social: «¿QUÉ DIABLOS PASA EN COREA DEL SUR?», rugió en mayúsculas, tildando la situación de «purga o revolución» y decretando que «no se negocia con un país en este caos». Sin precisar el blanco de su ira, su exabrupto lanzó una chispa incendiaria sobre una cumbre ya cargada de fricciones comerciales y estratégicas. Desde el Despacho Oval, Trump redobló la apuesta ante los medios con una acusación explosiva: «He oído de redadas en iglesias, allanamientos crueles por el nuevo Gobierno surcoreano, que incluso irrumpió en nuestra base militar y robó información. No sé si es cierto, lo comprobaré, pero no lo toleraremos. Punto».
Seúl, atrapada en el caos político, no encuentra respiro desde que el conservador Yoon Suk Yeol, electo en 2022, implosionó con una fugaz ley marcial en diciembre pasado, sellando su caída y su encarcelamiento. Cercano al evangelio de Trump, Yoon intentó seducirlo retomando el golf tras la reelección del republicano en noviembre, un patético esfuerzo por ganar su favor. La irrupción de Lee, un izquierdista propulsado al poder en medio del naufragio, marca un giro en la nación.
Dos líderes curtidos por la adversidad —ambos marcados por haber esquivado atentados— comparten una fascinación por dialogar con el impenetrable Kim Jong Un. Pero esta afinidad no oculta las grietas que amenazan su pacto histórico, especialmente bajo la amenaza de un potencial conflicto por Taiwán, que Pekín reclama con vehemencia. En este escenario de alta tensión, Lee debe maniobrar entre lealtades enfrentadas mientras Trump reescribe las reglas de un juego cada vez más brutal.
Desde hace décadas, la presencia de miles de soldados estadounidenses en suelo surcoreano ha actuado como dique contra las ambiciones nucleares norcoreanas. Esta alianza, nacida en los albores de la Guerra Fría, ha sido un bastión de seguridad en la península. No obstante, la visión de la administración Trump introduce un cambio de rumbo: Washington presiona a Seúl para que asuma un mayor peso en su defensa, mientras reorienta sus fuerzas hacia la contención de China.
Durante décadas, los 28.500 efectivos estadounidenses en Corea del Sur han sido un dique contra las ambiciones nucleares de Pyongyang. Forjada en la Guerra Fría, esta alianza ha sostenido la estabilidad en la península. Sin embargo, la administración Trump, bajo el mando del estratega Elbridge Colby, impulsa un cambio drástico: redirigir estas fuerzas hacia la contención de China, relegando a Corea del Norte a un papel secundario. Esta estrategia, obsesionada con frenar a Pekín, exige que Seúl eleve su gasto militar al 5 % del PIB y asuma una mayor carga financiera por la presencia estadounidense.
Trump, que una vez llamó a Corea del Sur una «fábrica de billetes», ha cuestionado los 1.200 millones de dólares que Seúl aportará en 2026 —el 18 % del costo, según el Acuerdo de Medidas Especiales—, aludiendo a una cifra inflada de 10.000 millones para dramatizar su insatisfacción. Estos fondos, lejos de ser un tributo al Tesoro estadounidense, se reinvierten en empresas y trabajadores surcoreanos, funcionando como un estímulo económico encubierto. Más allá de los números, estas tropas son un pilar estratégico: respaldadas por bases extensas y el paraguas nuclear de Washington, actúan como un «disparador» que garantizaría la intervención inmediata de EE. UU. en un conflicto con Pyongyang o Pekín.
Sin embargo, este giro hacia China alarma a Seúl. Reorientar la misión podría debilitar la disuasión contra Corea del Norte y arrastrar a Corea del Sur a un conflicto por Taiwán, un escenario que considera periférico a sus intereses. «Diversificar el enfoque de estas fuerzas erosiona la disuasión frente a Pyongyang y mina la credibilidad del compromiso estadounidense», advierte Bruce Klingner, experto de la Fundación Mansfield. Un movimiento anti-China también arriesga sanciones económicas de Pekín, como las sufridas tras el despliegue del sistema THAAD.
Lee, un progresista que asumió tras la caída de Yoon Suk Yeol, enfrenta un dilema crítico. China es el principal destino de las exportaciones surcoreanas, pero EE. UU. es su escudo contra la beligerancia norcoreana. Las demandas de «flexibilidad estratégica» chocan con la cautela de Seúl, que teme quedar atrapado en una guerra lejana. Washington, cada vez más impaciente, rechaza que los aliados traten su protección como un derecho inamovible.
En el frente norcoreano, Lee y Trump buscan un enfoque menos agresivo que sus predecesores. Lee propone un plan de desnuclearización en tres pasos —congelar, reducir, eliminar—, pero Pyongyang, cada vez más ligado a Moscú y fortalecido en su arsenal nuclear, rechaza cualquier negociación. Trump, motivado por la quimera de un Nobel de la Paz, presume de su «conexión» con Kim Jong Un, con quien se reunió tres veces en su primer mandato. Sin embargo, Kim Yo Jong, la influyente hermana del líder norcoreano, ha declarado que cualquier diálogo requiere que EE. UU. reconozca a Corea del Norte como potencia nuclear, una demanda inaceptable para Washington.
El país es sin duda uno de los más aislados y sancionados del planeta; nunca ha cedido en sus programas nucleares y balísticos y se ha aliado con Rusia, enviándole más de 10.000 soldados y armas para su guerra contra Ucrania, según los servicios de inteligencia surcoreanos y estadounidenses.
Un pacto al borde del colapso
El núcleo económico de la convención fue un pacto sellado el 30 de julio, que evitó aranceles del 25 % sobre exportaciones surcoreanas, fijándolos en el 15 % a cambio de 350.000 millones de dólares en inversiones en EE. UU. Seúl lo describe como garantías de préstamo; Trump, como un fondo bajo su control, con el 90 % de los beneficios para EE. UU. Esta discrepancia revela la precariedad del acuerdo y el dominio estadounidense. El magnate también presiona por abrir los mercados de carne y arroz, sectores políticamente radiactivos en Corea del Sur, donde cualquier cesión podría desencadenar protestas masivas.
Para Lee, preservar el arancel del 15 % sobre autos y reducir impuestos a semiconductores y farmacéuticos es una cuestión de supervivencia. Estos sectores, liderados por gigantes como Hyundai y Samsung, son el corazón de una economía exportadora que sustenta su legitimidad política. Por su parte, Trump puede vender a su electorado un flujo de inversión extranjera que revitaliza la industria naval estadounidense, con 150.000 millones destinados a ese sector. Forjado bajo la presión de un plazo el 1 de agosto, este pacto refleja un equilibrio inestable en un mundo donde el proteccionismo se impone.
Tokio: una jugada de autonomía
Antes de aterrizar en Washington, Lee ejecutó una maniobra audaz al reunirse con el primer ministro japonés Shigeru Ishiba en Tokio, rompiendo con la tradición de priorizar EE. UU. como primer destino. Esta cumbre marcó un punto de inflexión en las relaciones entre dos naciones marcadas por el trauma del colonialismo japonés (1910-1945). Ambos se comprometieron a una «asociación estratégica», apostando por la colaboración en inteligencia artificial, el combate al envejecimiento demográfico y el impulso de intercambios juveniles para atenuar las heridas históricas. Sin embargo, disputas como la de Dokdo/Takeshima y las demandas de reparación por trabajos forzados durante la guerra acechan esta delicada alianza.
El simbolismo de Tokio es innegable. Desde la normalización de relaciones en 1965, Seúl y Tokio han oscilado entre la desconfianza y el pragmatismo. La decisión de Lee de priorizar al país del Sol Naciente proclama una autonomía estratégica, enviando un mensaje nítido a Washington. La alianza trilateral con EE. UU. y Japón sigue siendo crucial, pero el líder surcoreano está decidido a forjar su propio camino.
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