La Razón del Domingo
Juan sin tierra
Trabajó para ser rey siguiendo las órdenes de su padre, Alfonso XIII, aunque él hubiera colmado su vida sirviendo a la Armada española. Pero su gran servicio fue ayudar a la restauración democrática.
Mi amigo, Alfonso Ussía, cada día más Muñoz-Seca, acompañaba a Don Juan de Borbón a casas donde se le quería conocer y honrar. Un anfitrión llamó a Ussía para conocer las preferencias gastronómicas del huésped. «Percebes –contestó Ussía–; muchos percebes». Corrió la voz y en sucesivos encuentros Don Juan tuvo que afrontar fuentes y fuentes de percebes. Harto de tanta mariscada monotemática le preguntó en el coche: «Oye, Alfonso: esto de los percebes ¿no será cosa tuya?». Ante las risas del travieso bienhumorado, le espetó: «La próxima vez que me obsequien con percebes te los voy a meter uno a uno por el culo».
Darío Valcárcel contaba que tras el almuerzo en la toldilla del «Giralda» Don Juan se limpiaba de espinillas con un mondadientes que untaba sucesivamente contra el quicio de la mesa, con la soltura de un marino pasado por todos los océanos. Ostentaba el orgullo de su posición histórica, pero también la llaneza de lo que no pudo ser. Trabajó para ser rey obedeciendo a su padre Alfonso XIII, pero hubiera colmado su vida sirviendo en la Armada española o en la británica, como Battemberg. De la vocación frustrada sólo le alivió el modesto yate «Giralda», con el que llegó a cruzar el Atlántico Norte. A su casa de Madrid se llevó su campana de avisos, recuerdo de una existencia truncada por una exigencia dinástica.
Desde 1936 dio bordadas como buen marino hasta marcar el rumbo de su Monarquía en la democracia liberal. Eso le conducía a chocar con la idiosincrasia del dictador, cuyo monarquismo era superado por un injustificado superego cuartelero digno de psicoanálisis. Ni importantes consejeros de Don Juan como Pedro Sáenz Rodríguez o José María de Areilza entendieron que Franco tenía decidido morirse en la cama como jefe del Estado sin renuncia alguna en vida. Pese a sus entrevistas, ambos se conocieron poco y su relación pecó de exceso de intermediarios, hasta la extravagancia de que Franco tenía a Don Juan por masón, uno de sus demonios favoritos junto al comunismo.
Empero Franco no tenía el electroencefalograma plano y cuando Don Juan Carlos le solicitó consejo para cuando faltase le dijo que él había gobernado con sus circunstancias y que el Príncipe, llegado a Rey, habría de apechar con las suyas. Muy orteguiano aunque no le hubiera leído. Presumiblemente entendía en su ancianidad que las libertades democráticas amparadas por la Monarquía que abanderaba Don Juan las implantaría su hijo. A Franco (que quiso ser marino) le molestaba hasta la condición marinera de Don Juan, y la falta de empatía entre ambos sólo fue embridada por las formas. Por eso fue de gran generosidad que el «pretendiente», como le llamaba la España oficial, accediera a que su hijo se educara en España, en vez de haberle mantenido, como él mismo, en un exilio reivindicativo.
Más que las civiles tuvieron peso las conspiraciones militares para que Franco restaurara la Monarquía en Don Juan. El general Varela (bilaureado y marqués por gracia del generalísimo) se presentó en El Pardo con sus ínfulas monárquicas y todo el medallero, pantalones de montar y una fusta con la que golpeteaba sus botas. Franco le echó del despacho recriminándole no ir uniformado reglamentariamente para comparecer ante su superior. Se cambió, volvió y no hubo nada. Mientras la censura omitía hasta los mínimos actos de Don Juan, la Falange ponía palos en las ruedas y a Varela le tiraron una granada de mano en el Santuario de Begoña, que se saldó con el fusilamiento de un falangista y la destitución de Varela como ministro del Ejército.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, los aliados no tenían ganas ni fuelle para invadir España, lo que hubiera conllevado entrar en Portugal, la retirada de embajadores fue un brindis al sol y el bloqueo no existió. La Guerra Fría terminó de atornillar a Franco como centinela de Occidente y el campeón del anticomunismo, lo que dio lugar a los acuerdos con Estados Unidos y al abrazo a Eisenhower.
Don Juan no podía hacer nada, sus manifiestos eran desconocidos en el interior (fui a Barcelona a pedirle uno al escritor José María Gironella y no me lo dio por miedo) y a Franco no se le podía serruchar el piso. Lo que se dio fue la ignominia de que a Don Juan se le prohibiera la entrada a España como si fuera un peligro público. Teniendo el antecedente de las relaciones entre Carlos IV y su hijo Fernando VII, las del Conde de Barcelona y su vástago son anecdóticas para la historia. Ahora quieren removerle en su pudridero de El Escorial por la herencia del padre muerto en Roma en un hotel. Hay que recurrir a Shakespeare: la historia es el relato furioso contado por un loco.
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