Historia

Austria

La sangre y las banderas

La izquierda española nació raquítica intelectualmente y no quiso identificarse con nuestra historia

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La izquierda española nació raquítica intelectualmente y no quiso identificarse con nuestra historia

Francia tiene un Frente Nacional y el nacionalismo no es excluido ni siquiera por su Partido Comunista. Ese nacionalismo es también un factor político nada desdeñable en la vida de naciones con una tradición histórica tan distinta como Holanda o Austria. Incluso se puede decir que es el soporte ideológico, aunque moderado y matizado, de la Rusia de Putin. Sin embargo, ese fenómeno carece de paralelo en España. No es la suya una situación anómala, pero sí chocante cuando se compara con la agresividad de los nacionalismos catalán y vasco que, históricamente, no se corresponden con la existencia de una nación previa.

Las razones para la ausencia de ese nacionalismo español están vinculadas, de manera bien reveladora, a una serie de fracasos políticos. Uno de ellos fue el trágico destino de las Cortes de Cádiz. Aunque responsables del primer texto constitucional español – si se exceptúa el Estatuto de Bayona– los liberales, que hubieran podido articular un patriotismo constitucional, fueron barridos por el regreso de Fernando VII y arrojados al vertedero de la Historia hasta la muerte de este monarca y con la excepción del trienio de 1820-23.

Mientras que Inglaterra había terminado de forjar su identidad con las revoluciones puritanas del siglo XVII; Francia articulaba la idea de un civismo republicano desde 1791 y Alemania e Italia se valían del nacionalismo para reu-nificarse, España no logró, desgarrada por luchas dinásticas, levantar un estado moderno a lo largo del siglo XIX.

Ciertamente, la guerra de 1898 significó un desgarro en el alma nacional –el Desastre– pero no cuajó en la creación de un nacionalismo similar al de otras naciones. Al fracaso, a pesar suyo, de los liberales se sumaron las especiales peculiaridades de la izquierda española. De entrada, poseyó desde el principio un tinte religioso que se advierte lo mismo en las proclamas milenaristas del anarquista Anselmo Lorenzo que en los cuatro evangelistas –también es casualidad– que narraron la vida del socialista Pablo Iglesias. Esa izquierda –a diferencia de la francesa, la inglesa o la alemana– no sólo era raquítica intelectualmente sino que además nació tardíamente y ni supo ni quiso identificarse con la Historia de España.

Si el jacobino Napoleón podía apelar a Carlomagno o Kautsky a Thomas Müntzer, la izquierda española fue incapaz de mostrar más allá de un desprecio hacia un pasado que veía inasumible. Desde luego, el pensamiento conservador no ayudó lo más mínimo a superar los escollos señalados. Menéndez Pelayo –a la vez tan erudito y tan repulsivamente fanático– se empeñó cerrilmente, como otros, en encajar la Historia de España en un patrón ideológico que no sólo no le hacía justicia sino que además expulsaba a no pocas corrientes reformistas. Se mire como se mire, asumir como algo positivo las hogueras de la Inquisición o la expulsión de los judíos incluso en el siglo XIX no era una conducta apta para todos los paladares. La situación estalló –de todos es sabido– con la Segunda República. Personajes como Azaña intentaron crear un patriotismo constitucional tributario del francés, pero les sobró sectarismo y les faltó generosidad para integrar a los que no pensaban como ellos. Cuando, finalmente, las diferencias, como señaló el socialista Indalecio Prieto, acabaron dirimiéndose con las armas y a pesar de que autores como Hugh Thomas han calificado a los rebeldes como «nacionalistas», es dudoso que semejante calificación sea correcta. Que eran contrarios a lo que consideraban la «antiespaña» –es decir, independentistas catalanes y vascos y otros seguidores de ideologías antinacionales– es verdad y también lo era que deseaban una España mejor. Sin embargo, el nacionalismo español seguía siendo inexistente salvo en un grupo tan marginal como la Falange que no logró obtener un solo diputado en las elecciones de febrero de 1936. El régimen de Franco pudo manifestarse nacionalista en los años de la guerra mundial cuando todavía creía en un nuevo orden que, por ejemplo, entregaría territorios africanos a España. Dejó de serlo en 1945. Insistía en España y en tópicos, a veces ciertos, a veces erróneos, pero, a pesar de incurrir en errores previos, no optó por una política nacionalista. Por el contrario, aunque suela olvidarse, las manifestaciones culturales en vascuence –incluidas las ikastolas– y en catalán comenzaron a darse muy pronto porque el régimen –especialmente sectores como el carlismo– sentía como suyo un foralismo difuso. La situación no cambió durante la Transición. La izquierda siguió empeñada en identificar España con la prédica odiosa de Menéndez Pelayo y del franquismo; la derecha, no pocas veces acomplejada, guardó la bandera y mientras los nacionalismos catalán y vasco se convertían cada vez en más arrogantes, el nacionalismo quedó limitado a grupúsculos sin peso social alguno. No existe nacionalismo español desde hace décadas y, seguramente, es mejor que así sea. Sin embargo, sigue resultando indispensable el acometer una tarea frustrada durante siglos, la de articular una nación de ciudadanos libres e iguales, en la que todos, a izquierda y derecha, tengan cabida y sientan el orgullo de saludar la enseña nacional.