La Razón del Domingo
Profetas de la política
El populismo falsifica la democracia moderna: sus líderes se convierten en intérpretes de la voluntad popular, que no sólo se expresa en las urnas, también en los actos de masas y en la irracionalidad
Es la hora del pueblo, es la hora de Francia». Las palabras de Le Pen, pronunciadas hace ya treinta años, cuando su presencia era considerada un episodio espectacular y pasajero en la peripecia de la V República, resumen con notable eficacia significativa el mensaje que el populismo desea transmitir a los ciudadanos. El líder del Frente Nacional no se presentaba a su formación como un nuevo actor político, sino como la salida a la luz de la autenticidad social y nacional, la emergencia moral del verdadero pueblo francés, cuya representación yacía bajo la ficción formalista de la democracia parlamentaria. El populismo convierte la política en una figura literaria. Su discurso no analiza la realidad, sino que la evoca a través de una metáfora. Los desafíos de una sociedad compleja, formada por ciudadanos cuyas ideas, intereses y méritos son distintos, se subliman en una comunidad imaginaria, un pueblo bondadoso y unánime sometido a las estructuras artificiales y a los valores farsantes de una élite opresora.
En el momento más hondo de una crisis atroz, el populismo cree poder presentarse como un proyecto inédito, un movimiento de regeneración que se enfrenta a una democracia exhausta. Esa pretensión de novedad es una farsa, utilizada para subrayar la actualidad del populismo y el anacronismo de sus adversarios. Se trata de viejos conocidos en la historia de Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial, sospechosos habituales que han aparecido en todas y cada una de las coyunturas de dificultades económicas, desprestigio institucional, pérdida de confianza en los marcos políticos o manifiesta fragilidad de los mecanismos de cohesión social. Esa «hora del pueblo» que asoma presuntuosamente en su propaganda, negando a cualquier otra opción política su legitimidad, ha sonado cada vez que ha sido posible impugnar una democracia cuyo origen se encuentra, precisamente, en la superación de las extravagancias ideológicas del periodo de entreguerras. Si el totalitarismo basó el origen de la política en la dialéctica simplificadora del amigo y el enemigo, el populismo no ha dejado de proponer una revancha del «verdadero pueblo» frente a la democracia, de la «verdadera nación» frente al Estado, de la «verdadera identidad» frente a la cultura, de la «verdadera unidad» frente al consenso pluralista.
El populismo no es una reciente alternativa al sistema. No ha sido nunca solución, sino síntoma de sus dolencias. Lo ha acompañado siempre, con sus protestas huecas y sus movilizaciones sin compromisos. Lo ha puesto a prueba al transfigurar los prejuicios de los sectores sociales sumidos en la inseguridad y en la intolerancia, hasta elevarlos al rango de una superioridad moral y de una soberanía agraviada. Basta con rastrear en la historia de la segunda mitad del siglo XX para certificarlo.
Aún no se había consumado la liberación de Italia cuando Guglielmo Giannini creó el frente de L'Uomo Qualunque, un movimiento cuyo mismo nombre deseaba marcar un perfil de autenticidad popular. El hombre de la calle, el hombre cualquiera, se organizaba para combatir al Gobierno democrático de unidad nacional. Hoy podrían resultarnos muy familiares las consignas que agruparon no sólo a quienes temían la depuración, sino también a quienes habían sido formados en el desprecio ante la política. Sólo una década después, cuando la IV República francesa estaba a punto de encallar en el escorial de la guerra de Argelia, Pierre Poujade movilizó a los pequeños empresarios contra las cargas fiscales y las condiciones de una modernización liderada por el liberalismo y la socialdemocracia.
La Unión y Fraternidad Francesa consiguió llevar medio centenar de diputados a la Asamblea Nacional en 1956, tras una campaña en la que se arrogó la representación exclusiva de las virtudes del «petit peuple». Naturalmente, esa abundante delegación parlamentaria fue incapaz de proponer una sola medida que resolviera la crisis de la República.
Si Pierre Poujade, en lo que se consideró un gesto ejemplar de coherencia, se negó a ser diputado, por lo menos llegó a serlo Jean-Marie Le Pen, a quien aquella primera experiencia antidemocrática tanto sirvió de inspiración. En los últimos treinta años, mientras nacían, se desarrollaban y morían otros movimientos populistas, el Frente Nacional francés ha dibujado una línea de resistencia en la que algunos de los elementos del discurso populista han ido adaptándose a coyunturas diversas. Las consignas del movimiento han declarado la urgencia de una salvación: la nación, la soberanía, el trabajo, la cultura, se encuentran en estado de sitio, los elementos constitutivos de su identidad son destruidos por una clase política que, lejos de representar al pueblo, administra el secuestro de sus derechos. Cualquier problema de un ciudadano francés desde mediados de los años ochenta pasa a ser descifrado según el código lepenista.
Camaleones políticos
La compleja trama de los problemas de un cambio de ciclo económico, las dificultades de una transformación de modelo productivo, los costes sociales de una reconversión, se alejan de cualquier método de análisis de cualquiera de las culturas políticas que crearon la democracia de posguerra, para simplificarse en el espasmo mitológico del nacional-populismo. «La France d'abord», proclama el Frente Nacional. «L'heure du peuple», en efecto. Para millones de personas aterradas por la crisis, desorientadas desde hace tiempo por una transformación económica de singular dureza, todo puede resolverse mediante un acto de devolución de soberanía, todo se explica por el mito de una usurpación, todo se comprende considerando que Francia sufre una nueva ocupación: a manos de Europa, a manos de los inmigrantes, a manos de la tecnocracia, a manos de los políticos. En las actuales circunstancias, el discurso político cede su paso al alegato de un abogado defensor de los derechos vulnerados del pueblo. La simple enumeración de los culpables puede fabricar un apoyo de masas que renuncia a los métodos y a los principios de la democracia, pero que ofrece el consuelo de fabricar, frente a la realidad que disgusta, una acogedora patria imaginaria.
El populismo es camaleónico. Un discurso que tiene la misma sustancia puede expresarse en vocabularios que ajusten su eficacia a públicos diversos. Ocurrió con experiencias preocupantes, pero efímeras, como la de un Partido Nacional Demócrata que el liderazgo de Adolf von Thadden y la primera recesión de la posguerra llevó a ocupar escaños en todos los parlamentos regionales alemanes menos el de Hamburgo, entre 1966 y 1969. Ocurrió con el liberalismo etnopopulista de Haider en Austria o con los movimientos antifiscales de una clase media radicalizada en los países escandinavos. Ocurrió, sobre todo, en Italia, donde el merecido desprestigio de unos delincuentes pasó a metabolizarse como condena de la política y como rechazo de una cultura formada en la derrota del fascismo. La defensa de la sociedad frente a los abusos del Estado no dispuso de los resortes clásicos del pensamiento liberal o libertario, sino que se alimentó con los ingredientes del populismo. En sus momentos de más exitosa irrupción, Berlusconi no se presentó como representante de una opción entre otras, sino que se identificó con la dignidad y la decencia de un pueblo mancillado por la conducta de sus dirigentes. La ironía que puede contener este acontecimiento, a la vista de la escandalosa vida social del líder del Popolo della Libertà, importa poco. Una vez la fantasía populista ha construido sus espacios emocionales, quienes han sido alzados al rango de verdaderos representantes de la nación gozan de plena impunidad. Nunca habrán de rendir las cuentas que ellos han exigido.
Insistamos en ello. El populismo no se refiere a la soberanía popular tal y como la entiende la democracia. Construye una metáfora que deforma la imperfección de la realidad en beneficio de un producto perfecto e imaginario. En la amabilidad de esa sencillez se encuentra la contundencia de sus buenos resultados. Pero sólo cuando las cosas van mal, cuando la realidad, además de complicada, es hostil, cuando las dificultades no sólo conculcan derechos, sino que rompen aquellas culturas sobre las que siempre se han construido las reivindicaciones sociales en Europa. Al populismo no le interesa una narración política en la que se enumeren los problemas, sino un discurso emocional en el que se identifique a los culpables. La unidad del pueblo y la solidez de su movilización habrán de edificarse sobre esa fácil bipolaridad sentimental, que distingue entre la decencia de un pueblo y el cinismo de sus opresores. Nada tiene que ver esto con el discurso tradicional de la izquierda, aunque habrá que responsabilizar a algunos sectores de la izquierda si renuncian a su propia cultura para ser admitidos en unos escenarios que nunca han sido los suyos. De hecho, nunca han sido los de la democracia.
Nacionalismo sentimental
Porque estos escenarios no se levantan en una crítica a la política que se base en una exigencia de mayor calidad representativa, sino en la alternativa a cualquier representación, en el recelo ante cualquier institución, incluyendo a los partidos y los sindicatos. Porque en estos escenarios se levanta una denuncia de Europa en que no se refiere a su falta de consumación política, sino a lo indeseable de la convergencia social y cultural que ella demanda. Porque estos escenarios pueden impugnar modelos de integración nacional que, como sucede ahora mismo en España, se consideran ajenos a la verdadera voluntad del pueblo. Lo que oculta un aparente conflicto de órganos del Estado es mucho más que esto: es la forma concreta que adquiere una cultura política que no pertenece a la genealogía de la extrema derecha, pero que se alimenta de los factores de movilización de un populismo que no ve su proyecto como una parte de la comunidad, sino como la exclusiva y legítima emanación de su voluntad. También en Cataluña, también en toda España, deberá considerarse si el pueblo es una realidad heterogénea, conflictiva, formada por individuos distintos, o es sólo una metáfora en la que escapemos de nuestros problemas cruzando una puerta imaginaria.
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