Londres
Sólo somos ciudadanos
Nuestra democracia es hoy un sistema político que no obliga a los españoles a optar por una u otra identidad cultural para seguir siendo españoles
Nuestra democracia es hoy un sistema político que no obliga a los españoles a optar por una u otra identidad cultural para seguir siendo españoles
T ras varios lustros de ofensiva nacionalista, muchos ciudadanos parecen haber quedado anestesiados. El hartazgo y la pereza han producido un curioso resultado: mientras que los nacionalistas de las llamadas regiones históricas se muestran orgullosos de pertenecer a una nación con destino propio, cultura e historia diferenciadas, el resto de los ciudadanos, vivan en esas regiones o fuera de ellas, no muestran demasiado interés por adherirse a una etiqueta de identidad contrapuesta. Algunos ven en esto un fracaso; y se consuelan apelando a una teoría que puede parecer moderna pero que tiene raíces antiguas: la debilidad de la identidad nacional española. Ya en 1973, el sociólogo Juan José Linz habló de una temprana construcción del Estado español frente a una inacabada o débil «construcción de la nación». Sin embargo, puede que no sea tal el problema, sino el síntoma de una virtud: la España democrática de 1978 no ha necesitado construir una identidad nacional excluyente para ser más España, en el sentido de asegurar, aunque con no pocos problemas, el Estado de derecho y la libertad de sus ciudadanos. Es obvio, aunque no viene mal recordarlo, que tras varias oleadas de inmigración, tan españoles son los ciudadanos ecuatorianos nacionalizados recientemente como los nacidos hace cuarenta años en suelo peninsular, al menos en lo que de verdad importa: derechos, libertades y seguridad jurídica. Por otro lado, ningún madrileño se ha planteado si dejaba de ser español por permitir que sus hijos estudiaran en colegios bilingües español-inglés. Y ningún aragonés ha pensado que fuera a perder la nacionalidad española por trabajar para una consultora que le obligara a pasar media jornada laboral en Londres, hablando inglés y comiendo a las doce y media.
El gran éxito de la democracia española ha sido soportar la presión que los nacionalismos catalán y vasco han lanzado contra la política de la igualdad y la libertad sin tener que preguntarse, a cada minuto, qué era ser español. Esto no es un síntoma de debilidad, sino de fortaleza, propio de un Estado de derecho y una sociedad que han pasado a formar parte de una entidad supranacional, la europea, sin plantearse absurdos dilemas identitarios. Por eso, el nacionalismo catalán no suele referirse demasiado al nacionalismo español, aunque también, sino a la opresión del Estado español. Puede haber españoles deseosos de ser nacionalistas de su nación, pero lo cierto es que no son mayoría. Porque la conciencia nacional no es lo mismo que el nacionalismo. Quienes tratan de justificar la pujanza del nacionalismo catalán, incluso desde territorios académicos de la capital, suelen apelar a la existencia de un nacionalismo español, al que repudian por igual, para así mantener una especie de equidistancia entre dos nacionalismos enfrentados. Hoy por hoy, es una falacia.
Una mayoría de españoles pueden tener cierta conciencia de su pertenencia a una nación política, alimentándola de formas variadas, desde el plano más cívico-jurídico hasta otro algo más emocional. Pero la conciencia de pertenencia a una nación no es lo mismo que la adhesión a un credo etnicista. El nacionalismo es una ideología, aspecto que no siempre queda claro. Por eso, porque es ideológico, es capaz, allí donde triunfa, de aglutinar en una misma causa sensibilidades variadas; no es extraño, por tanto, que catalanes conservadores se unan a catalanes anticapitalistas para defender, en términos de ideología excluyente, su nacionalismo, es decir, su empresa política para dotar a una identidad excluyente de un Estado propio. Esto, simplemente, no existe en el conjunto de la política española.
Modelo norteamericano
Los españoles son, en términos ideológicos, más de izquierdas o de derechas, hasta el punto de que el debate sobre la organización territorial del Estado no es capaz de anular esas fracturas; la mera cuestión de estar a favor o en contra de un Estado más centralizado no implica automáticamente la condición de nacionalista, pese a la confusión que suele alimentarse al respecto. Por ahora no existe un nacionalismo español organizado como movimiento ideológico que supuestamente mueve los hilos de una política de opresión de otras identidades. Sencillamente porque nuestra democracia, que tanto necesita mejorar en otros aspectos, es hoy un sistema político que no obliga a los españoles a optar por una u otra identidad cultural para seguir siendo españoles. Unos cuantos miles de españoles que se hagan adultos en 2020 tendrán rasgos orientales y su lengua materna será el chino; lo que les hará creer que son españoles no tendrá que ver con ideologías sino con espacios de convivencia, libertad, seguridad jurídica y oportunidades. Nada muy diferente al caso norteamericano, del que siempre podemos aprender.
Huyamos, pues, de la confusión que busca el nacionalismo catalán y encuentra cierto eco en algunos rincones de la opinión española, en virtud de la cual si el nacionalismo excluyente es más fuerte se debe a que hay o ha habido otro al que se ha tenido que enfrentar. Pudo ser así en un pasado no muy lejano, aunque sólo en parte; pero la gran victoria de la democracia española frente al nacionalismo excluyente es haber hecho posible que las nuevas generaciones crezcan siendo españolas sin tener que preguntarse por lo que eso significa en términos culturales. Por eso, en buena medida, ninguno de los dos grandes partidos ha tenido la necesidad de extremar en su discurso el peso de una ideología propia en términos de nacionalismo cultural español. La consolidación de la democracia lo ha impedido y sería oportuno clarificar los términos del debate para impedir que algunos aprovechen esta circunstancia. Lo que ocurra en un futuro cercano está por ver, pero por el momento los que agitan fantasmas para justificar el victimismo de las identidades excluyentes lo hacen sin fundamento y, me temo, desde un rancio prejuicio ideológico.
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