La Razón del Domingo
Un país de novela
España se ha convertido en un «thriller» donde abundan los espías. Ahora parece ciencia-ficción.
Nuestros servicios de inteligencia infirieron a ETA su mayor migraña infiltrándole a un corajudo joven vasco que desde el interior de la banda hizo caer a decenas de terroristas revelando pisos francos, citas y zulos: «El Lobo». Circulando por Madrid junto a un comando fue detectado el coche por la Policía, entablándose un tiroteo en donde al lobezno le llovían disparos por todas partes. Entró en un domicilio a punta de pistola y telefoneó su número de contacto secreto y de emergencias acudiendo la Guardia Civil de paisano en su rescate. ETA le prometió fundir una bala de plata que le llegaría inexorablemente. Tiempo después los servicios convencieron a un importante empresario catalán de que su seguridad personal y la de sus empresas estaban en peligro y le endosaron una protección total dirigida, precisamente, por «el Lobo», con lo que el prohombre pasó a la vez a ser protegido y espiado, no se sabe para qué. «El Lobo» aún vive y alguna vez se le ha supuesto trabajando para algún Estado de Suramérica. La bala de plata continúa en la recámara.
Durante el juicio militar por la asonada del 23-F, un implicado, militar de inteligencia se embarullaba en su deposición hasta relatar una anécdota chusca que ni venía a cuento ni aclaraba nada. Un día en las cloacas, bajo la madrileña plaza de Colón, se toparon dos parejas de hombres en mono de faena que ante la sorpresa sacaron sus armas. Tras la tensión se identificaron como agentes del entonces Cesid:
–¿Y qué hacéis aquí abajo?
–¿Qué vamos a hacer? Pinchar teléfonos. ¿Y vosotros?
–Nosotros le estamos pinchando a Sabino.
El general de Intendencia Sabino Fernández Campo, a la sazón secretario de la Casa del Rey, vivía en unos apartamentos en las Torres de Colón. Creíamos haber superado aquella espionitis a que nos condujo el terrorismo y durante la que se grababan aleatoriamente hasta las conversaciones reales, pero volvemos por los viejos fueros como en el tinglado de la vieja farsa.
Las actividades de Método 3, sus contratos con los socialistas catalanes en rebeldía, sus centros de flores con pabellones auditivos, su espionaje al PP, pueden ser tomados por carnavalescos. La «operación Pitiusa», que ha levantado escuchas y seguimientos disparejos y atrabiliarios, obliga a pensar que el detectivismo privado exige otra regularización más exacta si es que queremos mantener nuestro derecho a la privacidad. Hasta el ex juez Garzón pagó el pato de la boda de Gürtel por escuchar las comunicaciones de unos abogados, sin justificación legal. Ya me decía el ex ministro socialista Juan Alberto Belloch que Garzón tiene alma de policía más que de magistrado.
En Argentina se mantiene la tradición de que el séptimo hijo varón de una pareja sea apadrinado por el presidente de la República, porque de no hacerse así el crío en su adolescencia se convierte en lobizón, hombre lobo. De Argentina nos ha llegado un lobizón en forma de experto informático, y eso ya no tiene pase. Que el abogado de Urdangarín emplee al porteño Matías Bevilacqua, un «hacker», para ordenar correos electrónicos, es normal aunque algo caro. Que el CNI fiche al argentino para rehacer 30.000 e-mails borrados de Nóos obliga a suponer que nuestros servicios no cuentan con informáticos, que, como los hospitales, están externizando sus funciones o que para ciertas operaciones prefieren extranjeros de los que desentenderse.
La información personal descontrolada y volanteada es la flor pestilente en el jardín de la corrupción, que ya preocupa tanto a los españoles como el mal sueño económico. Sólo nos faltaba la presencia del general Félix Sanz Roldán, director del CNI, en la Comisión del Congreso para secretos oficiales para imponer a sus señorías sobre una tal Corinna Zu-Zu-Zu, o algo así. Además los soldados de información están entrenados para no decir lo que quieren ocultar.
Entraba en sus funciones que el FBI investigara a Marilyn Monroe, pero no veo ahora a un comité del Senado estadounidense reunido a puerta cerrada para ser informado sobre las trapisondas de Paris Hilton.
En este país de novela cabe una pregunta suavemente angustiosa: «¿Queda por ahí alguien medianamente serio?».
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