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Así se convirtió Jesús Aguirre en la «pesadilla» de los Alba

Tras desvelar Eugenia y Cayetano el punto malvado del segundo marido de su madre, es Fernando quien ahora ratifica que el jesuita «era muy retorcido». El duque consorte llegó a considerarse titular del ducado, tanto que hablaba en plural como «nosotros, los Alba»

Jesús Aguirre y Cayetana se casaron en 1978 y la duquesa enviudó en 2001, pues él falleció a causa de un cáncer de laringe / Gtres
Jesús Aguirre y Cayetana se casaron en 1978 y la duquesa enviudó en 2001, pues él falleció a causa de un cáncer de laringe / Gtreslarazon

Tras desvelar Eugenia y Cayetano el punto malvado del segundo marido de su madre, es Fernando quien ahora ratifica que el jesuita «era muy retorcido». El duque consorte llegó a considerarse titular del ducado, tanto que hablaba en plural como «nosotros, los Alba».

Jesús Aguirre, segundo marido de Cayetana Fitz-James Stuart, no fue un hombre querido por los hijos ni por muchas de las amistades de la aristócrata. La peculiar personalidad de «el cura» (como le llamaban) no facilitó la vida en común y nunca llegaron a ser una unidad familiar compacta. Eugenia Martínez de Irujo, la menor de la Casa Alba, ha actualizado esa etapa calificándola de «pesadilla» en el programa de Jesús Calleja. No tuvo reparos en explicar al aventurero la nula sintonía con Aguirre. Tenía 10 años cuando escuchó por primera vez hablar del «novio de mamá» y 11 cuando la hizo llorar por primera vez. En una especie de catarsis emocional la condesa de Montoro ha soltado todo lo que llevaba dentro durante tanto tiempo y que la hizo infeliz. Y cuenta cómo Aguirre le decía que si seguía viviendo en Liria era porque él quería. Incluso la llegó a hacer responsable de la salud de Cayetana. «Que si le pasaba algo a mi madre, que según él estaba enferma del corazón, cosa que era mentira, yo sería la culpable. Lloré mucho», ha relatado Eugenia para sorpresa del público general, aunque no para el entorno y la familia Alba. Su hermano Cayetano también descubrió en varias entrevistas anteriores ese punto malvado del marido de su madre. El último ha sido Fernando, el mayor de los tres pequeños. Él no habría abierto ese melón porque «soy más conciliador, pero reconozco que Jesús no fue una buena persona con ninguno de nosotros. Era muy retorcido. Mi madre tampoco facilitaba las cosas». Y describe a un hombre con una capacidad importante de manipulación. «Mi madre tenía mucho carácter. Y eso lo sabe todo el mundo que la ha tratado. No se le podía llevar la contraria. Ella había elegido a Jesús y, por lo tanto, iba adelante pasara lo que pasara». Y así fue como Jesús Aguirre, sacerdote jesuita, resentido con la aristocracia y de una enorme cultura, entró a formar parte de la casa ducal más importante en el organigrama nobiliario de España. Eso sí, lo hizo como un elefante en cacharrería. Desplegó su poder, exigió despacho, tratamiento de duque al servicio y mandó bordar sus camisas y la ropa interior con la corona ducal. Este último dato, verdad o leyenda, lo contaban en la tertulia del Café Gijón, lugar al que acudía antes de convertirse en marido de Cayetana.

Los colegas con ironía decían: «El cura se ha puesto coronitas hasta en los calzoncillos». El escritor García Hortelano iba más allá: «Se viste con el mono de trabajo que utilizaba el padre de Cayetana cuando era embajador en Londres y tenían que bajar al refugio con los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial». Y no solo para sus paseos al aire libre sino también para escribir sus artículos. Tras esos comentarios llegaban las risas y las citas para acudir todos a lo que llamaba «la toma del palacio de invierno», que no era otra cosa que acudir a la llamada del amigo y «bebernos el vino y unos güiskis gratis». Lo curioso es que ninguno de ellos recordaba que Aguirre pagara cuando se reunían fuera de Liria. Contaban que el duque tenía su pensión más un dinero de bolsillo que le daba su mujer y que no superaba las dos mil pesetas mensuales. La duquesa decía que no le hacía falta más y Aguirre les contaba muerto de risa que sisaba en la cocina el dinero que estaba reservado para las propinas a los chicos de las tiendas que traían el pedido. Aguirre posaba cuando invitaba a sus amigos al Palacio de Liria debajo del retrato de Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, firmado por Velázquez. Era su gran puesta en escena, como contaba Manuel Vicent en el libro «Aguirre, el magnifico». Una obra que descubría facetas hasta ese momento desconocidas y que enfadó de tal manera a la duquesa que le retiró la palabra de por vida. «Él siempre iba cambiando de amigos. Huyendo de unos y de rico en rico. Su trayectoria fue siempre ascendente y, a medida que subía, iba dejando abajo a gente», decía Vicent. A su grupo más íntimo les enseñaba el vestidor del padre de Cayetana del que se surtía y les explicaba que usaba los zapatos de su suegro aunque le apretaran porque tenía un número más. También se paseaba por la estancia con sus zapatillas de terciopelo.

Federico Jiménez Losantos ha recordado en su programa el impacto que le produjo ver a Jesús Aguirre cantando «La estudiantina portuguesa» debajo de esa misma pintura. «Es de las situaciones más sorprendentes que he vivido». Vicent, junto con García Hortelano, Javier Pradera, Pedrusco Díaz, hermano de Alfonso, tercer marido de Cayetana, Clemente Auger y Carlos Barral, formaba parte del grupo de amigos del mundo editorial y periodístico que conocían de siempre al «cura Aguirre» y, por lo tanto, estaban al cabo de la calle de las peculiaridades del nuevo duque de Alba. Presumía, ante cualquier antepasado ducal, haciéndolo suyo. Cuando paseaba por los salones de Liria iba anunciándo a lo que ya consideraba familia: «Esta es nuestra famosa María Teresa Cayetana, la de la leyenda. La pintó Goya en 1795...». Y se quedaba tan fresco. Contaban que llegó a considerarse titular del ducado y utilizaba expresiones para remarcar esa singularidad. Hablaba en plural, refiriéndose a su persona, como «nosotros, los Alba». Llegó a cancelar algunas de sus citas profesionales y sociales utilizando como excusa sus dolores de cabeza, que definía como «la endemoniada jaqueca de los Alba». Y cuando el matrimonio se instalaba en primavera en el palacio sevillano de Dueñas, Aguirre recibía en el jardín y siempre hacía el mismo gesto. Señalaba un banco de azulejos mientras comentaba que «ahí se sentaba la emperatriz Eugenia de Montijo, nuestra pariente».

Asimismo, Aguirre explicaba a quien le quisiera escuchar que también reinaba en Venecia. «He aprendido veneciano después de convencer a mi mujer para que compremos un palacio en Venecia y lo ponga a mi nombre». No hubo palacio, pero sí un apartamento al que el duque consorte solía acudir solo o en compañía. Muchos años después, ya muerto Aguirre, Cayetana se instalaba en ese lugar acompañada de sus perros, un loro y una tortuga que viajaban con ella desde España. Los últimos años de Jesús Aguirre no fueron buenos. Cayetana nunca reconoció que se había equivocado, pero sí puso tierra de por medio. Mejor dicho, palacio. El «cura Aguirre» en Madrid, encerrado en sus habitaciones de Liria, y ella en Dueñas. Cuando murió su marido, enfermo de cáncer, Cayetana estaba en Sevilla y retardó su regreso hasta que todo estuviera en orden. No había necesidad de pasar un mal trago.