Moda
El artículo de Carmen Lomana: El novio no es un complemento más...
Es una delicia sentir que la primavera ya está aquí y con ella la ropa de abrigo empieza a sobrar. Y llegan las bodas. Hay un fenómeno social alrededor de ellas que me tiene asombrada: algo tan sencillo como la unión de dos personas que deciden firmar un compromiso, ya sea civil o eclesiástico, se convierte en una pesadilla de organización para llegar a tan señalado día hechos unos zorros de estrés y agotamiento, especialmente la novia y su madre, que se dedican a probar vestidos de forma compulsiva y discutiendo por no llegar a un acuerdo. Después está el banquete, probando varios menús zascandileando de un catering a otro. Elegir lugar del festejo tampoco parece tarea fácil, flores, invitaciones, lista de regalos. Y las iglesias con «overbooking». El verdadero sentido del sacramento del matrimonio, y la alegría que supone, se devalúa ante tanto ajetreo. El pobre novio parece un complemento más; está relegado sin opción a opinar, ya que la única protagonista parece ser la mujer. Y él la observa sintiéndola irreconocible y pesadísima, centrada en que todo salga perfecto en vez de estar disfrutando.
Mi boda, como todo en mi vida, no fue nada convencional. Me casé un 13 de diciembre en la maravillosa iglesia románica de Llanes rodeada de murallas medievales, mar y montañas nevadas. Hacía sólo seis meses que conocía a Guillermo pero sabíamos que lo que nos quedase de vida lo queríamos disfrutar juntos. Vivíamos en Londres, aunque me apetecía casarme en Asturias de forma sencilla, solamente con mi familia y amigos más queridos, nada de bodones de 400 invitados. Encargué mi traje de novia a una fantástica diseñadora inglesa, Marisa Martín, en Knightsbridge, y las invitaciones en Smythson de Bond Street. Llamé al párroco de Llanes, que en aquel momento era don Gil, para reservar el día de Santa Lucía porque mi número fetiche es el 13, y al Hotel San Ángel, donde encargué el menú por teléfono y un grupo para tocar y que no faltase la música y el baile, porque una boda en la que en los postres no empieza la música no es boda ni es nada. En menos de una semana estaba todo organizado. Tres días antes de la ceremonia volamos Londres-San Sebastián. Nuestros amigos y familiares nos tenían organizada una cena y, al día siguiente, en el Mini Cooper de mi madre nos fuimos el novio, la suegra (mamá) y yo a Llanes. El resto llegó al día siguiente. Guillermo y yo nos sentíamos relajados y felices. No olvidaré que el mismo día de la boda fuimos con nuestros amigos a tomar una fabada muertos de risa pues yo iba con los rulos en la cabeza... Os puedo asegurar que todo resultó perfecto, rodeados de la belleza de la Sierra de Cuera nevada y el mar Cantábrico en todo su esplendor. Me llevó a la iglesia el chófer que tenía mi padre cuando era pequeña y me llevaba al colegio. Me había prometido que el día que me casase vendría a buscarme en un Mercedes y apareció dándome una sorpresa cuando salía camino del altar. Se lo había pedido a Ortega Cano. Bonito detalle que nunca olvidaré de mi querido Moisés, así se llamaba. Cuando me bajé del coche, Guillermo me esperaba comiendo una manzana. Al verle me sentí la mujer más feliz del mundo y así entre en la Iglesia, con una música preciosa y las personas que más quería recibiéndome en su interior. El amor estaba en el aire y eso es lo único que importa.
Esta Semana Santa iré al sur para llenarme de olor a incienso y procesiones, pero también disfrutaré del descanso y del mar. Que el espíritu de Jesucristo y su semana de pasión nos inunde de espiritualidad y paz.
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