Actores

Judy Garland se afeita la yugular

El 1 de febrero sale a la venta el libro «Judy and I: My Life with Judy Garland», donde el tercer marido de la mítica actriz, Sid Luft, desvela sus episodios más oscuros, desde su predisposición a la automutilación hasta las adicciones que padeció

La chica de Oz que seguía el camino de baldosas amarillas hizo del suicidio una ceremonia a plazos
La chica de Oz que seguía el camino de baldosas amarillas hizo del suicidio una ceremonia a plazoslarazon

El 1 de febrero sale a la venta el libro «Judy and I: My Life with Judy Garland», donde el tercer marido de la mítica actriz, Sid Luft, desvela sus episodios más oscuros, desde su predisposición a la automutilación hasta las adicciones que padeció

Hollywood opera como un centrifugado. Marea a sus estrellas hasta escurrir su alma y en noches de extravío cede sus cuerpos al anatómico forense. Su capacidad para exprimir, la voracidad con la que corta cabelleras, subsiste con matices, posiblemente atenuada –aunque, repitan conmigo, Heath Ledger, Philip Seymour Hoffman, Joan Rivers, Whitney Houston, Ana Nicole Smith...), pero fue avasalladora, imperial y atroz en la era de los grandes estudios, cuando los actores eran algo así como ganado al servicio de unos rancheros poco escrupulosos. Fueron niños mimados, ricos, ultraprotegidos del mundo exterior, al tiempo que víctimas potenciales de los desvaríos fruto del estrellato y su infinito catálogo de venenos. Hijos del huracán encerrados en cárceles de oro a costa de su salud mental, marcando el paso de unos jefes de Prensa como perros de presa en el nacimiento de los diarios y la América de James Ellroy. Pocas actrices simbolizan mejor aquella era excesiva, desaforada y cruel como la divina Judy Garland, la chica de Oz que ocultaba tras su sonrisa una farmacopea para aliviar sus lutos y un pantagruélico apetito por las pastillas, el alcohol y, en general, cuanto le permitiera salir de sí misma y exiliarse a un mundo más amable.

Esta semana los restos de Garland han sido trasladados de Nueva York a Los Ángeles. Compartirá ciudad con una de sus amigas, Marilyn Monroe, de la que estos días supimos que le pidió ayuda. Quería hablar, confesarse, pero no llegó a tiempo. La rubia entre todas las rubias murió con 36 años de sobredosis en 1962. Garland también palmó por los barbitúricos, a los 47, en 1969. En el libro «Judy and I» (Chicago Review Press), Sid Luft, tercer marido de la actriz, revela una de las confesiones de su ex, que hablando de Marilyn recordaba: «Aquella hermosa chica estaba asustada de la soledad, igual que yo. Como yo, sólo trataba de hacer su trabajo, adornar con azúcar la vida de algunas personas, pero Marilyn y yo nunca tuvimos la oportunidad de hablar. Tuve que irme a Inglaterra y nunca volví a ver a esa dulce niña. Ojalá hubiera podido hablar con ella la noche que murió (...) No creo que Marilyn realmente quisiera perjudicarse a sí misma (...) Fue en parte porque tenía demasiadas píldoras disponibles y la abandonaron sus amigos. No puedes decirle a alguien que es un irresponsable y dejarle a solas con demasiada medicación. Tomas un par de pastillas para dormir, te despiertas a los 20 minutos, se te olvida que las habías tomado e ingieres otro par, y cuando te quieres dar cuenta ya son demasiadas».

Ahí está, de forma brutal, el propio final de Judy Garland, liquidada por ingerir barbitúricos y con el hígado reventado por la cirrosis. La Dorothy Gale que seguía el camino de baldosas amarillas hizo del suicido una ceremonia a plazos, casi un rito. Cuenta Luft que en cierta ocasión llegó a casa y Judy «se había cortado la garganta con una navaja de afeitar. ¿Qué clase de demonios habitaban su alma cuando su vida parecía tan rica y productiva?». «Tenía un impulso para la automutilación», explicó, para más adelante referirse a aquel otro día en el que «Judy salió con su minifalda de encaje blanco, con los brazos por delante, y me dijo: “¡Mira lo que he hecho, cariño!”; se había cortado las muñecas y estaba sangrando profusamente». Luft la trasladó al hospital, donde lograron salvarle la vida, aunque la niña que cantaba en «Meet me in St. Louis» acabaría por conseguirlo. ¿Saben lo más estupefaciente? Que su filmografía, todos esos títulos ñoños con Mickey Rooney, y sus discos operan como un bálsamo, como una pomadita de azúcar y miel para calmar heridas. ¿Pero es que les sorprende? Los cuentos son cuentos y, como dice Sabina, «mienten como mienten todos los boleros». Más adelante la vida ya se encarga de cercenarnos el gaznate a placer.

También impresiona que una de sus hijas, Liza Minnelli, heredara el talentazo y la propensión kamikaze. Doy fe de que, por encima de todo, Minnelli es arrolladora e irresistible. Estuve en una rueda de Prensa que concedió y en la distancia corta es tan fascinante como cercana y tan intocable como cálida. El «show» nunca para y por debajo de las canciones rutilantes y las bellas películas late una infernal diáspora de internas paranoias que esperan caminar erguidas. A veces, como el caso de Garland, lo carboniza todo. Bendita y maldita Judy, ángel de los descarriados, señora del hombre de hojalata, el león cobarde y las carnívoras cuchillas. Con su voz y la de otros gigantes caídos construimos los mitos que acunan nuestras peores noches de tormenta.