Estados Unidos
Melania, la última estrella de la bandera de Trump
Tras los comentarios sexistas del republicano, el electorado femenino ha desertado de sus filas; sin embargo, su fiel esposa bandea la tormenta
Tras los comentarios sexistas del republicano, el electorado femenino ha desertado de sus filas; sin embargo, su fiel esposa bandea la tormenta
Para Donald Trump la fama es una tamborrada a mayor honra de su pijo, al que venera con delectación de bonobo. El simio en jefe, adicto a la frase gruesa, iba de escándalo en escándalo, subiendo en las encuestas, hasta que el gag envejeció y comenzó a reportarle bajas. La televisión socarra. Nadie aguanta el escrutinio de los medios 24 horas al día y escribe cientos de tuits a la semana sin acabar sonado. Entre los desertores más conspicuos del ejército Trump figura uno de los grupos más cotizados por cualquiera que aspire a la victoria.
Desde que fue cazado en compañía de un periodista pariente de los Bush, desde que circulan los comentarios de 2005 en los que el hoy hipotético presidente ronea de que la fama transforma a las damas en grupies, las mujeres maduras, especialmente las amas de casa del Medio Oeste, fieles seguidoras de los republicanos, contemplan al rubio del peluquín con la prevención de un cuidador recién llegado al zoológico al que le explican que hoy toca alimentar a las cobras. Ni hablar ya de las estudiantes universitarias y/o las profesionales de las dos Costas, horrorizadas por el señor viagra y sus coplas de King Kong.
A estas alturas al viejo Donald sólo le queda Melania, la fiel y guapa Melania, la modelo de Sevnica, Eslovenia, nacida en 1970, que lo mismo se asegura pasar a la historia al fusilar un antiguo discurso de Michelle Obama, que acude a los debates con una camisola fucsia, posa en alguna de las mansiones de la pareja, juega al golf en Escocia o fotografía Central Park desde su jet privado. Ni siquiera en los días en que Donald ejercía de rey de la telebasura o presentaba quiebras sin pausa sufrieron tantos ataques combinados. Es que no es igual dirigir un concurso que aspirar a sentarse en el Despacho Oval y pasear el maletín con los códigos nucleares.
La última barrera
El fuego racheado que afronta la pareja ha dejado a Melania aterida en su papel de esposa del gran visir. Enfrentada al resto del mundo, Melania ni parpadea ni deja de sonreír, pero resulta complicado bromear con las cámaras como si nada hubiera ocurrido cuando tu consorte mete la pezuña en cada charco a su paso. De ser la guapa oficial, misteriosa y maciza, Melania ha pasado a ejercer de última barrera o cortafuegos antes de que Trump se convierta definitivamente en intocable.
Cuestionada por las frases de su marido («cuando eres una estrella [las mujeres] te dejan hacerles cualquier cosa. Agarrarlas por el coño»), Melania respondió que: «Las palabras que usó son ofensivas e inaceptables. No representan al hombre que conozco, que tiene el corazón y la mente de un líder. Espero que la gente acepte sus disculpas, igual que yo he hecho, para centrarse en los asuntos importantes que nuestra nación y el mundo atraviesan».
La famosa declaración trumptiana («Nunca he dicho que sea perfecto y nunca he fingido ser alguien que no soy. He dicho y hecho cosas de las que me arrepiento, y las palabras publicadas hoy en un vídeo que tiene más de una década son una de ellas. Cualquiera que me conozca sabe que esas palabras no me representan. Ya lo he dicho: me equivoqué y pido disculpas») fue precedida por un comentario mucho más picante, cuando explicó que Bill Clinton le ha dicho cosas peores junto al carrito de golf.
Tiene razón Trump en molestarse por el coro que husmea en sus conversaciones privadas, pero tampoco nació ayer: el tipo que aspire a la Casa Blanca conocerá un escrutinio feroz. Los aspirantes son reos de sus hechos y palabras; las de Trump son propias de un macarra. Un oligarca con modales de chulo de playa que va por la vida de impune. A Melania, entre tanto, se la mira como quien escruta los gestos de un pájaro muy raro y a punto de extinguirse. Gary Cooper cruzada de Afrodita, viaja en la diligencia sola ante el peligro, pero no lucha, como el héroe de la película de Fred Zinnerman, para salvar la honra de un pueblo. Aquí sólo está en juego el ego de un tipo aborrecido por casi todos, tahúr sin arte ni duende al que acompaña la hija del vendedor de coches y la modista, y a cuya boda, celebrada en 2005, acudieron, entre otros, los Clinton, que no se perdían una.
Melania fue al enlace vestida por Galliano, con un apoteósico traje de Dior valorado en cientos de miles de dólares. Suponemos que los Clinton, entonces necesitados de cheques, brindaron por la pareja. El prestigio de su enfrentamiento forma parte del «show». Mañana podrían encamarse de nuevo. La política obra prodigios y las campañas cuestan demasiados millones.
Ella suspira: «Donald es como es. Incluso si le aconsejas, puede que te escuche, pero luego hará las cosas a su manera. No puedes cambiar a la gente. Es mejor dejar que sean como son realmente». No sabemos lo que de verdad piensa porque desde la debacle con el discurso en la convención no le permiten un comentario sin antes someterlo al polígrafo y a la lectura de una comisión de expertos. Pero cuidado. La última mujer en apoyar a Trump siempre podrá refugiarse entre las cenefas de sus palacios, recuperar su Instagram y beberse el sol en Miami. Ahí sigue, inmensa, la fortuna de su marido.
Qué alivio para Melania cuando, por fin, acabada la pesadilla, regrese a la primera fila de la Semana de la Moda de Nueva York, cuando pueda volver a darse un garbeo por Madison Avenue sin escuchar a su espalda el zumbido de una comitiva de paparazzi. Cuando la tímida y hermosa chica del Este recupere su condición de princesa en Tifanny’s y su marido se consuele dándose un homenaje con chuletones, lejos por fin de los reporteros y los columnistas, insaciables hienas que no pasan una y roen el calcañar de la pareja hasta sacarle el tuétano. Dijeron que plagiaba y que no aporta mucho. Cierto. No le recordamos un comentario brillante, un pensamiento jugoso, una idea, aunque sea normalita. Nadie podrá acusarle de no lucir una paciencia blindada. Qué complicado sortear la propensión del colega a demostrar lo capullo que puede ser, su recién adquirida fama de acosador. Qué difícil digerir las denuncias de unas cuantas mujeres que juran que Trump intentó meterles mano con la voracidad que la Prensa siempre atribuyó a Bill el Salido.
Una tila y te olvidas
La consorte del republicano sobrevenido y mañana Dios dirá disfruta de una cuenta corriente apoteósica, pero la monstruosidad del chorbo, su torpeza, su narcisismo, sus comentarios, entre brutales e infantiles, y su desprecio por las convenciones y el decoro obliga a desarrollar un exoesqueleto digno de un cangrejo o una nécora. Para presumir hay que sufrir, insiste el tópico, y si quieres ser la última mujer en el equipo de Trump necesitas acostumbrarte a tragar quina cada quince minutos. Luego ya te subes al helicóptero, te sirven una tila y te olvidas. Menos mal, pensará, que el electorado femenino, privado de semejantes compensaciones, parece decidido a liquidar la carrera política de su santo. No ve el momento de recuperar su lánguida rutina de chica millonaria.
Ruina en el balance electoral republicano
Cuando Karen Virginia comenzó a hablar ante los periodistas, el ataúd político de Donald Trump descendió otro par de centímetros. «Señor Trump», leyó Virginia mientras trataba de contener las lágrimas, «quizá usted no me recuerde ni lo que me hizo hace tantos años. Pero le aseguro que yo le recuerdo como si hubiera sucedido ayer. Su momento de placer fortuito fue a mi costa y me afectó profundamente. En 1998 me encontraba en el US Open en Flushing, Queens, Nueva York. Estaba esperando a que llegara un taxi para llevarme a casa. Entonces Donald Trump se me acercó. Sabía quién era, pero nunca le había tratado en persona. Estaba con otros hombres. Me quedé sorprendida cuando le escuché hablando de mí a sus acompañantes. Dijo, Mira a ésta, nunca la habíamos visto antes. Mira sus piernas, como si yo fuera un objeto en lugar de una persona. Después se acercó a mí, me cogió del brazo derecho y me acarició el pecho. Yo estaba en shock. Me estremecí. ¿No sabes quién soy? ¿No sabes quién soy?, eso es lo que me dijo. Me sentí intimidada e impotente. Entonces llegó el coche y me subí. Cuando cerré la puerta el shock se transformó en vergüenza. Me sentí avergonzada por llevar un vestido corto y tacones (...). Me han advertido que el señor Trump va a llamarme mentirosa, igual que lo ha hecho con todas las otras que lo han acusado. O quizá que soy, yo también, otra mujer asquerosa». Se trata de la décima mujer en apenas dos semanas que acusa al candidato republicano de tocamientos y/o acoso, en un desfile que ya recuerda a la debacle del actor Bill Cosby. El político, ahora en su carrera hacia la Casa Blanca, rechaza las imputaciones y habla de montaje, pero el daño ha sido espantoso, especialmente entre el electorado femenino. Cuesta, a estas alturas de la carrera, imaginar cómo podrá recuperarse.
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