Hollywood

Melania levanta un muro ante Trump

El palmetazo que recibió Donald Trump en Israel de parte de su esposa, que no quiso darle la mano, desata los rumores de divorcio y apunta a la infelicidad de una mujer que parece preferir su antiguo papel de madre y esposa de un millonario al de prudente pareja de un presidente.

Melania levanta un muro ante Trump
Melania levanta un muro ante Trumplarazon

El palmetazo que recibió Donald Trump en Israel de parte de su esposa, que no quiso darle la mano, desata los rumores de divorcio y apunta a la infelicidad de una mujer que parece preferir su antiguo papel de madre y esposa de un millonario al de prudente pareja de un presidente.

Melania está triste. Melania disimula los morros pero transmite la inequívoca sensación de que no tolera más la abrasiva compañía de su marido. Melania, susurran en las alcantarillas, acaricia la idea del divorcio. Melania, sueñan en Hollywood, nos proporcionará un guión de esos que ponen la taquilla boca abajo con sus cuitas antipresidenciales y su mal de amores. Hablan y no paran de la Primera Dama. Lo sucedido en Israel, cuando rechazó de un palmetazo la mano de Mr. Trump al descender del Air Force One, amplifica una tormenta mediática de largo recorrido. Una que ya conoció sabrosas ramificaciones después de que ella, por accidente o a sabiendas, oprimiera el botón del «me gusta» en Facebook a un comentario del escritor Andy Ostroy: «Parece que el único muro que ha levantado Trump es entre él y Melania». Lo acompañaba un vídeo de la toma de posesión, en el que ella congela la sonrisa con mueca fúnebre en cuanto su marido deja de mirarla.

Suma y sigue: está la decisión de mantenerse en Nueva York hasta que su hijo Barron acabe el curso. Un capricho que le cuesta al contribuyente un millón de dólares mensuales por cuestiones de seguridad. Añadan los problemas logísticos derivados del transporte del crío al colegio: sale a operación militar diaria. Un colegio, por cierto, que tiene a los padres de sus compañeros insubordinados. Al menos al decir de Evgenia Peretz, que dedica en «Vanity Fair» un vitriólico reportaje al mar de fondo que sacude a la pareja. No es fácil, no, soportar la rutina diaria de compartir la entrada a clase junto al cachorro del Presidente, con toda la parafernalia policial que conlleva.

Ah, pero la historia de los malos rollos no nace ahora. Melania siempre ha lucido de rutilante esposa y modelo. Algo así, y perdonen los que acostumbran a ofenderse varias veces al día, como un hermoso gato persa sin mucho qué decir. Ella era una chica ambiciosa y guapa que, según le han contado varias de sus antiguas amistades a Peretz, ni trasnochaba ni iba al cine ni visitaba museos ni hacía otra cosa que salir de cuando en cuando con hombres maduros y recogerse pronto en casa. Ningún problema aquí, pero claro, al final resulta que ni el más creativo de los asesores de imagen ha sido capaz de encontrarle una inquietud más allá de las cremas exfoliantes. Hasta que conoció a Trump, en 1998, y... bueno, no amplió su reducido campo de intereses, pero catapultó su estatus: ahora iba del brazo del millonario más hortera y bocas del país.

¿Hemos hablado ya de las humillaciones públicas? La narración de Peretz es un catálogo de horrores. Claro, va en el sueldo que Trump reclame fidelidad perruna. Tanto da que seas su esposa o el director del FBI. Si perteneces al dorado círculo de los elegidos ganarás tus privilegios mediante continuas genuflexiones. De ahí que Melania fuera habitual en el programa de Howard Stern, un conocido locutor digamos que, uh, poco elegante. Delante del micrófono el dúo desbarraba con ganas. «Sus intercambios», comenta Peretz, «pasaron de ser lascivos a grotescos». En una ocasión Trump estuvo de acuerdo en que su hija era «un bombón» (en inglés suena peor: «a piece of ass»). También bromeó con que «si Melania tuviera un horrible accidente de tráfico la seguiría amando a condición de que conservara las tetas intactas».

¿Y Melania? Pues ahí. Tragando sapos. Como aquella vez memorable cuando trascendió una conversación en la que Trump hablaba de que a ciertas mujeres había que «agarrarlas por el coño». Nada nuevo. Por ejemplo, en el libro «TrumpNation: The art of being the Donald», de Timothy O´Brien, encontrábamos citas suculentas: «Da igual lo que escriban [las periodistas, sobre Trump], a condición de que sean jóvenes y tengan un buen culo». O bien: «Poner a trabajar a una mujer es peligroso. Ivana [su esposa] era muy dulce, y siguió siéndolo, pero en ese tiempo se convirtió en una ejecutiva, y no en una esposa. ¿Sabes?, no quiero sonar como un chauvinista, pero si llego a casa y la cena no está lista me subo por las paredes». Acostumbrada a las diatribas del marido, cuando la campaña presidencial estuvo a centímetros de naufragar por la filtración de sus comentarios paleolíticos, Melania reaccionó con la entereza de una profesional acostumbrada a casi todo.

Más allá de lo que nadie escriba, de las confidencias de íntimos o ex íntimos, y de las fotografías en las que vemos a una mujer cada vez más desinteresada, es casi imposible descifrar a la Primera Dama. Sus contadas intervenciones públicas han oscilado entre lo patético (la copia del discurso de Michelle Obama) y lo extravagante. La mano que rechaza la mano, etc. Sí sabemos, lo cuenta Peretz, que el Ala Este de la Casa Blanca, donde debiera de trabajar su equipo, es algo así como un vagón sin pasajeros. Frente a la trayectoria de cuantas mujeres le precedieron, empeñadas en reafirmarse a la sombra de quien gobierna, encontramos a una Melania elusiva. Que ha hecho del silencio un sistema de vida. Si Michelle trabajó para mejorar los hábitos alimenticios de los estadounidenses, si Laura Bush concentró su atención en la educación y Hillary en la sanidad, Melania prometió pelear... contra el «cyberbullying». Han leído bien. La esposa del hombre que ha insultado a cientos de personas e instituciones a través de Twitter iba a implicarse en la pelea contra la calumnia digital.

Entre tanto, Trump coleccionaba tuits infamantes. Desde sugerir que el padre de uno de sus rivales en las primarias, Ted Cruz, pudo ser cómplice en el asesinato de John F. Kennedy, a tachar a medios como el «Washington Post», la CNN, el «New York Times» o la NBC de «enemigos del pueblo». Duro de tragar para quien, a todas luces, nunca quiso vivir en la Casa Blanca. Ella era feliz en su humilde dúplex de la Torre Trump. Con su pilates, sus viajes en jet privado, sus revistas de cotilleos, su desfiles de moda y su pequeño Barron. Está por ver si será capaz de adaptarse a Washington. Al permanente escrutinio del público y la Prensa. A la pompa de los discursos, el aburrimiento de las cenas de gala y los viajes alrededor del mundo. No parece fácil ser Primera Dama y, a la vez, esposa de Donald Trump.

¿Qué me pongo para ver al Papa?: Un tocado de Dolce&Gabbana

Pocas cosas se le resisten a Ivanka Trump tras haber puesto un pie en Washington. Una de ellas es el protocolo Vaticano. Lo hemos podido comprobar esta semana en Roma en la que la «first daugther» (primera hija) ha visitado junto a su padre y su mujer, Melania, al Papa Francisco. Como era de esperar, y ha sido habitual durante toda la gira de la familia Trump por Oriente Medio y Europa, su estilismo no ha dejado indiferente a nadie, sobre todo tras comprobar que, si bien tanto la Primera Dama como Ivanka optaron por ejercer su derecho de no lucir velo en Arabia Saudí, sí cubrieron sus cabezas a la hora de presentarse en la audiencia papal. Y ahí surgió la polémica. Tanto la mantilla elegida por la primera (y su peinado) como el velo de redecilla que colgaba de la diadema de la segunda se convirtieron rápidamente en un tema de conversación mundial. ¿Habían acertado presentándose así ante el Santo Padre? Vayamos por partes. Con dos diseños adamascados (Melania con abrigo e Ivanka con vestido) prácticamente idénticos, ambas tuvieron que cumplir con el protocolo del Vaticano que pide vestir de negro. La mismísima Isabel II siempre se ha regido por este código, aunque en su caso rodeada por el boato de la monarquía británica: tocada siempre con una tiara. Eso sí, en su última visita al Papa Francisco, la soberana vistió de lila aprovechando la relajación de esta tradición que se ha producido tras el acceso del argentino al trono de Pedro. Sólo siete mujeres tienen derecho a vestir de blanco. Se trata de un selecto club de reinas católicas formado por Doña Letizia y Doña Sofía; Matilde y Paola de Bélgica; María Teresa de Luxemburgo y Charlene de Mónaco (esta es la primera en poder hacerlo en el Principado, ya que la princesa Gracia siempre vistió de negro), así como las princesas italianas. En este caso ninguna de las dos cumplía los requisitos y, además, Ivanka hace años que se convirtió al judaísmo, con lo cual tuvieron que ceñirse a la etiqueta vaticana. Ambos looks (y esto es una novedad) pertenecían a la misma casa. Tanto Melania como Ivanka optaron por hacer un guiño al país que les acogía con sendos conjuntos negros firmados por los italianos Dolce & Gabbana, algo que confirmaba la propia marca a este periódico. Si queremos sacarle dobles lecturas a esta «coincidencia», es curioso que en el último desfile de Domenico y Stefano los diseñadores se dedicaron a sacar a madres e hijas sobre la pasarela. ¿Querían enviar las dos mujeres más importantes de la vida de Trump un mensaje familiar? Dolce y Gabbana mantienen desde hace tiempo una intensa relación con ambas y ellos firman, de hecho, el conjunto que la Primera Dama luce en su retrato oficial. Pero si bien sus vestidos fueron del todo acertados, los tocados despertaron las críticas. En la Primera Dama por la curiosa forma de colocar su mantilla que recordaba (si hacemos memoria) a Hillary Clinton. Lejos queda la elegancia con la que tanto Jackie Kennedy como Nancy Reagan se presentaron ante el Sumo Pontífice, quizá las dos Primeras Damas que mejor lo han hecho. Ivanka, en cambio, se decantó por un tocado de la casa italiana, aunque en versión XXL. Por Mafalda Uría.