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No me toques Donald Trump
Después de los rumores sobre el supuesto romance del presidente de Estados Unidos con una actriz porno, su relación con Melania vuelve a estar en el punto de mira debido a la actitud de ésta
Después de los rumores sobre el supuesto romance del presidente de Estados Unidos con una actriz porno, su relación con Melania vuelve a estar en el punto de mira debido a la actitud de ésta.
Un género en sí mismo. Así podríamos definir la repetición del gesto. Delante de la prensa. A solas con los fotógrafos. Observado por el mundo. Una y otra vez Donald Trump, al pie de la escalerilla, junto al avión o la tarima, adelanta la mano para tocar la de su mujer y ésta rechaza su gesto. A veces con calculada frialdad. Otras con cándido desprecio. Algunas, incluso, de un brusco palmetazo.
La última ocasión en la que Melania Trump le habría denegado el guiño a su marido fue esta misma semana. En los jardines de la Casa Blanca. A punto de subir al helicóptero. Camino de Ohio. Vestida con un abrigo amarillo limón de Ralph Lauren, estratégicamente situado sobre los hombros, un jersey del mismo color y una falda, todo lo que Melania ofreció fue una manga hueca. O no. O puede que la prensa lea gestos totémicos y veladas declaraciones de desamor, ostentosas demostraciones de rabia o histéricas muestras de aburrimiento, impertinencia, rabia o descaro, actitudes que en suma parecen desdeñosas, cuando no son sino inocentes distracciones. Si bien cuesta creer semejantes despistes en una profesional de la imagen. Modelo antes que inquilina de la Casa Blanca. Educada en la repercusión de los gestos en apariencia nimios y la importancia de subrayar con aspavientos más o menos sutiles lo que no puede o quiere ser verbalizado. Lo oculto. Lo recóndito. Lo prohibido.
Carnaval de cara a los flashes
Que en el caso del matrimonio Trump sería, claro, la posibilidad de que patinen rumbo al precipicio y que lo suyo sea ya una charada. Un carnaval de cara a los flashes. Un festival de luz, confeti y color para entretener a la concurrencia y apaciguar sondeos, mientras asimilan los viejos desaires y acumulan enésimos motivos para telefonear al abogado y echarse los perros. El último tema bien podría ser el supuesto romance de Trump con la actriz porno Stormy Daniels. O sea, Daniels La Tormentosa. Pero cuidado: esta nativa de Baton Rouge, Lousiana, asegura que su tempestuoso alias no tiene que ver con el tálamo: se trata del nombre que le puso a su hija Nikki Sixx, bajista del grupo favorito de Daniels, los Mötley Crüe. Emperadores del rock duro con mechas, tachuelas, estribillos dulzones, excitados grititos y sobredosis de laca. La clase de grupo y banda sonora que uno asocia, efectivamente, a la presunta amante del hombre que presentaba ese monumento catódico a la imaginación y la elegancia, la distinción intelectual y la finura estética llamado El aprendiz. Al parecer el primer encuentro entre Daniels y Trump tuvo lugar en 2006, al año siguiente de que el hoy presidente contrajera matrimonio con Melania. La pareja se habría conocido en Nevada. Durante un torneo de golf frecuentado por celebridades de segunda y astros de las series más empalagosas y cutres de los noventa. Baste decir que ganó Jack Warner, prodigio de las tablas y heredero natural de Charles Laughton en «Santa Bárbara», «Hospital General» y «Melrose Place». Sea como fuere Trump invitó a cenar a la joven, según ella confesó en una entrevista con «In Touch» de 2011, pero que solo trascendió hace un par de semanas, y acabaron liados. La relación comprendió varios encuentros a lo largo de un año. En vísperas de las elecciones de 2016 los abogados del presidente le habrían pagado a la recauchutada rubia la bonita suma de 130.000 dólares a cambio de su silencio.
Verdad o mentira, lo cierto es que nadie ha puesto demasiado empeño en desmentir el «affaire». Curioso que el ascenso de un favorito del «Tea Party» y los evangélicos, lejos de exacerbar las tendencias puritanas de la sociedad estadounidense, parece haberlas desactivado. A sus votantes, por decirlo con música, les importa un pito a qué dedique el tiempo libre el presidente. Igual que tampoco pareció perjudicarle la polémica por aquella grabación en la que confesaba que a las mujeres les encanta que las agarre del coño. O aquella otra vez, en el programa de Howard Stern, en la que confesó delante del micrófono, jojojo, que «si Melania tuviera un horrible accidente de tráfico la seguiría amando a condición de que conservara las tetas intactas».
Qué decir de la cita que leíamos en «TrumpNation: The art of being the Donald», el libro de Timothy O´Brien: «Poner a trabajar a una mujer es peligroso. Ivana,su primera esposa, «era muy dulce, y siguió siéndolo, pero en ese tiempo se convirtió en una ejecutiva y no en una esposa. ¿Sabes?, no quiero sonar como un chauvinista, pero si llego a casa y la cena no está lista me subo por las paredes».
Ante la periódica y sostenida acumulación de groserías, frente a los incesantes rumores de adulterio, ante los chistes más zafios y las hilarantes tosquedades de su marido, Melania siempre ha respondido con los modales de la esfinge. Si para una vez que dio un discurso, el de la nominación republicana, se cubrió de gloria luego de que una de sus amanuenses fusilara el contenido de un discurso de Michelle Obama, mejor callarse. Que hablen ellos. Que especule la prensa. O el público. Que desbrocen y analicen bajo el microscopio del comentario banal cada uno de sus parpadeos. La mano que se retira. La mirada de cortante reojo mientras su marido sonríe a las animadoras que bailan en la Super Bowl. A ellos, a los locutores y exegetas de la psique y los sentimientos ajenos les corresponde parlotear sobre una estruendosa montaña de muecas y omisiones. Quizá, después de escuchar a su marido espetar en público «que todas las mujeres coqueteen conmigo es algo que podía esperarse», ha decidido hacer oídos sordos.
Abstraida indiferencia
Y así, de polémica en exclusiva, de vocerío en hipérbole, de lío en Twitter a gresca en la prensa del cuore, seguimos in albis. Ignorantes de si Melania padece las presuntas infidelidades con la abstraída indiferencia que hoy demuestran quienes hace no tanto, desde las emisoras de radio sindicadas, los periódicos consagrados a salvaguardar la moral privada, las columnas de aspirantes a pirómanos en Salem y las tertulias más gazmoñas, proferían quejidos ante los evidentes deslices maritales de prohombres como Bill Clinton. La pulsión redentora, castradora y plasta es ya patrimonio exclusivo de una izquierda que, con campañas como el #MeToo metamorfoseado en tribunal popular y ordalía de brujas, anda empeñada en regenerarnos mediante el uso del lanzallamas. Frente al lienzo de hogueras, los detalles de Melania, las trapisondas de Trump, tienen su punto oxigenante.
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