Vacaciones

Cuando en Benidorm había demasiadas suecas

El boom turístico ya había llegado a España gracias a uno de los mejores eslóganes: «Spain is Different!» Pero, ¿cuándo llegaría el turno a los españoles para tomarse las deseadas vacaciones?

Playa de Cullera en julio de 1967, a la izda. María García con la autora de este artículo, Cecilia García, que aparece llorando
Playa de Cullera en julio de 1967, a la izda. María García con la autora de este artículo, Cecilia García, que aparece llorandolarazon

El boom turístico ya había llegado a España gracias a uno de los mejores eslóganes: «Spain is Different!» Pero, ¿cuándo llegaría el turno a los españoles para tomarse las deseadas vacaciones?

El eslogan «Spain is Different!» que en 1960 impulsó Manuel Fraga en calidad de ministro de Información y Turismo, cuajó gracias a esos carteles tan pintones de mujeres con trajes de flamenca y abanico subidas a caballo. Les acompañaban apuestos hombres vestidos de corto. La intención era contrarrestar aquel otro lema ofensivo, «África empieza en Los Pirineos», que provocaba que nos hirviese la sangre. En 1967, 17.858.555 turistas –entre extranjeros y expatriados españoles– viajaban a nuestro país. España ya era una potencia turística. El franquismo explotó lo que consideraban las mayores virtudes patrias: sol y playa. Sin embargo, ¿lo sabíamos los nativos? Algo comentaban las emisiones del «NO-DO» y las comedias de Alfredo Landa, pero lo que dudábamos era cuándo nos iba a tocar viajar a nosotros. Justo en 1967, que se proclamó el año internacional del turismo, llegó el momento: mi familia se fue de vacaciones por primera vez. Y a lo grande: un mes de estancia en Cullera –mis padres, Rafa y María, y mis tíos, José y Petri, consideraban que Benidorm era «menos familiar, muchas suecas» decían– durante julio. Era un piso en primera línea de playa por el que las dos familias pagaron 5.000 pesetas (30 euros).

Tres días antes empezaban los preparativos que se convertían en un subidón de estrés. 29 de junio: visita a mis tíos solteros y al abuelo para despedirnos con los consejos de rigor. A saber: «Tened cuidado en la carretera, no corráis mucho»; «prudencia con las olas, dicen que el mar es muy traicionero»; «no os bañéis hasta tres horas después de haber hecho la digestión» –según esa regla no escrita se juntaba la comida con la merienda sin haber pisado el agua– y demás recomendaciones, entre ellas, llamar por teléfono en cuanto llegáramos.

Por aquella época el Telediario, entonces llamado «el parte», no hablaba ni de la operación salida ni sobre los millones de desplazamientos en coche que se iban a realizar. Daba igual. El 30 se comía lo poco que quedaba en la nevera y nos levantábamos de madrugada para recorrer los 388 kilómetros camino a Cullera.

Sobre las tres de la mañana empezaban los primeros problemas de intendencia: colocar las dos maletas, las bolsas de baño y las sombrillas en la baca de aquel Seiscientos en el que nos subíamos seis personas. No había autopistas, eran carreteras nacionales por las que apenas pasaban tres vehículos por minuto. Unas seis horas después, llegábamos a la entrada del pueblo y se sobreponía otro contratiempo: encontrar la calle donde estaba el apartamento. Como no había GPS, la única opción era el plano al tiempo que se sucedían las discusiones «¡José, te he dicho por la izquierda!», gritaba mi padre como una hidra y mi tío seguía con las manos en el volante, aturdido de tanto chillido y sudábamos hasta la deshidratación. Mi prima y yo balbuceábamos «playita, playita». Daba igual. Los progenitores tenían que coger las llaves del piso, localizar el supermercado más cercano, subir las pertenencias... Y, por fin, el mar. Antes había que montar el campamento: poner la sombrilla, extender las toallas, inflar el balón hinchable de Nivea y el cubito y la pala para hacer castillos. El vestuario playero era variado. Las mujeres que pasaban los cincuenta bajaban con batita y debajo el bañador; las chicas jóvenes, bikinis pudorosos cuya parte inferior era un culote, y mi progenitora, una adelantada a su tiempo, un triquini naranja. Los hombres bañador y camisa de manga corta desabrochada hasta el ombligo. La mayoría de ellos terminaban con tortícolis en el cuello de tanto girar la cabeza para ver a las extranjeras o el producto interior siempre que tuviese buena percha.

Se cumplían escrupulosamente todos los rituales. Aperitivo con sangría y comida en el chiringuito, un templo gastronómico en aquellos años, para probar la paella, sardinas a la brasa, sepia, chopitos y, por supuesto, la horchata. La tortilla de patatas no faltaba, igual que el melón y la sandía. El día de playa se unía a la siesta, el paseo por la tarde por el pueblo y las huertas –los paseos marítimos llegaron después– y se finalizaba la jornada en el locutorio para decir a la familia que estábamos bien y preguntar por el calor que hacía en Madrid.

Otros, más pudientes, se atrevían incluso a cruzar la frontera. «Circuitos autorama», que estaba en el Edificio España, tenía varios paquetes: «París turístico», 8 días por 8.550 pesetas.; «Europa histórica», 19 jornadas a cambio 16.500, y «Circuito continental», el viajazo, casi un mes y 26.150 pesetas. Para algunos, ese momento llegaría décadas después.