Boxeo
Pedro Carrasco: Un campeón atrapado en el ascensor
En junio, Pedro Carrasco ganaba en Madrid el Campeonato de Europa de pesos ligeros ante 25.000 personas. No se podía ser más popular. Menos de dos meses después, un ascensor le atrapó la mano y casi termina con su carrera
En junio, Pedro Carrasco ganaba en Madrid el Campeonato de Europa de pesos ligeros ante 25.000 personas. No se podía ser más popular. Menos de dos meses después, un ascensor le atrapó la mano y casi termina con su carrera.
Hay quien considera que un libro solo es bueno si después se ha hecho una película. Es el cine como medida de todo. Por ese rasero, no se puede pasar a la eternidad si antes no te han rodado una película. Por eso los Beatles tienen «¡Qué noche la de aquel día!», Jean Luc-Godard rodó «Sympathy For The Devil» y, ya mucho más castizas, todas las que hicieron los cantantes españoles: desde Raphael hasta el exitazo «Sufre mamón» de los Hombres G, que seguro que alguien, ahora, dice que está infravalorada. «Pedro Montero –se puede leer en la web de cine Filmaffinity–, que abandonó España siendo muy joven, llegó a alcanzar cierto renombre como boxeador en Brasil e Italia. Cuando regresa a su país, ingresa en el cuerpo de Infantería de Marina y continúa con su carrera deportiva. En vísperas de disputar el Campeonato de Europa, los apoderados de su rival le envían a una peligrosa mujer, una antigua amiga que tuvo en Roma, para dificultar su preparación física».
La película es «El marinero de los puños de oro» de 1968 y es, más o menos, la síntesis de la vida de Pedro Carrasco, en ese momento, un joven boxeador español en la cumbre de su carrera y los suficientemente famoso y eterno: ya en esa época, antes de que el mundo rosa se lo tragara, como para que protagonizara una película con Sonia Bruno que no era más que una biografía enmascarada.
Si en 1968 Pedro Carrasco era famoso fue porque en el verano de 1967, ante 25.000 personas en Las Ventas ganó el Campeonato de Europa de pesos ligeros frente al danés Boerge Krogh en ocho asaltos apoteósicos, después de que, en el cuarto, Pedro Carrasco perdiera casi la noción del tiempo y estuviera ciego durante unos instantes porque el rival le había metido el dedo en un ojo. Se rehizo y, en el octavo, golpeó al rival de tal manera que tuvieron que parar el combate. Cientos de miembros de la Armada, que estaban viendo la pelea entre el público, asaltaron el ring para subir a hombros al hombre que estaba haciendo la mili con ellos, las gorras blancas se caían en el alboroto y los 60 kilos de Pedro Carrasco y sus puños de oro, eran levantados en volandas antes un público entregado.
En aquella España, el boxeo era un deporte popular, que atraía a las masas y hacía ricos y populares a los deportistas. Los nombres de Ben Ali, de José Legrá o de Pedro Carrasco estaban todos los días en los periódicos y sus combates eran vistos por miles de personas. El boxeo no era un deporte marginal como ahora, de columnistas de periódicos.
Un fijo de 150.000 pesetas
Pedro Carrasco era joven, empezaba a ganar dinero (ese diciembre, por una gala en Bilbao consiguió una bolsa fija de 150.000 pesetas) y adquiriría una fama que no le abandonaría jamás. Su historia era la del boxeador que se había solucionado la vida encima de un ring. Nacido en Alosno, en Huelva; a los ocho años, sus padres emigraron a Brasil, para ganarse la vida y él creció allí y trabajó como camarero para poder subsistir. Después pasó por Italia, donde empezó a boxear y volvió a España. Se levantaban a las seis de la mañana, hacía tres horas de «footing» (que entonces no se hablaba de «runners»), desayunaba, se echaba una siesta mañanera, comía y, por la tarde, al gimnasio. Ésa era su vida aquel verano en la cima.
Que pudo durar bien poco. Menos de dos meses después estaba en Huelva, se subió a un ascensor y se apoyó despreocupadamente, creyó que en la pared, pero era el hueco del ascensor, que bajaba y que le pilló el brazo, le arrancó el reloj de cuajo y atrapó su mano. El dolor era inmenso, más que cualquier golpe en el cuadrilátero y no conseguía parar la máquina. Allí se le iba su carrera. Intentó dar al botón, pero no llegó, así que con la otra mano, paró el aparato. Muchos temieron por su mano y algunos aseguran que perdió fuerza. Pero sólo le dejó un rasguño. Aquel verano era su verano y tenía fuerza para superar cualquier dolor.
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