España

Españoles en Rusia: el regimiento de José Napoleón

En 1812, mientras en España rugía la Guerra de la Independencia, cuatro batallones españoles acompañaron a la Grande Armée de Napoleón a la Campaña de Rusia.

Rafael de Llanza, jefe de batallón del Regimiento José Napoleón, en la batalla de Borodinó. © Augusto Ferrer-Dalmau
Rafael de Llanza, jefe de batallón del Regimiento José Napoleón, en la batalla de Borodinó. © Augusto Ferrer-Dalmaularazon

En 1812, mientras en España rugía la Guerra de la Independencia, cuatro batallones españoles acompañaron a la Grande Armée de Napoleón a la Campaña de Rusia.

El 5 de diciembre de 1808, justo después de lograr la capitulación de Madrid, el emperador Napoleón escribió a su hermano José, rey de España, una serie de instrucciones para la creación de su propio ejército, con base en las Guardias Walonas y los regimientos suizos e irlandeses. El emperador añadió a continuación: «En cuanto a los españoles, tenéis algunos militares que se han comportado bien. Hay en el Ejército del Norte algunos del cuerpo de la Romana a los cuales debo reconocimiento, entre otros un general y bastantes coroneles. Haced venir a este general, que está en Francia, y ponedlo a la cabeza de un Rgto., que creo que habría que llamar Real Napoleón de España, a fin de que dicho nombre les haga sentir sus obligaciones». En efecto, una división española, mandada por el marqués de la Romana y destinada desde 1807 a Dinamarca como aliada de Francia, había logrado fugarse y regresar a España gracias a la flota inglesa, pero dos de sus regimientos de infantería permanecían allí, retenidos por los franceses junto al general español de origen irlandés D. Juan Kindelán, caballero de la Legión de Honor desde 1807, quien, en reconocimiento por «lo bien que se portó en el Norte», recibió del emperador en Las Tullerías el encargo de formar con ellos un regimiento español en Francia, que contaría con cinco batallones (aunque uno se disolvería) y algo más de 4.000 hombres. Pasaron varios años en tareas de guarnición y fortificación, lejos de la frontera española para evitar desórdenes, dispersos entre Francia, Países Bajos, Italia y Alemania, años en los que no faltaron los roces con los franceses (contaba el mariscal Davout cómo un soldado español había matado de un navajazo a un cazador del 15.º ligero, razón por la cual se prohibió a los españoles que llevasen armas blancas), hasta que en 1812 llegaría su bautismo de fuego: la campaña de Rusia. Durante el avance sobre Moscú los españoles no pasaron precisamente desapercibidos: mientras unos se distinguían en batalla, otros trataban de desertar en masa, como los 133 soldados que abandonaron las filas tras disparar a un teniente francés. Capturados, la mitad fueron fusilados, y el resto se libraron al refrenar los franceses la ira del comandante español, que prometía acabar él mismo con la otra mitad. Finalmente, el 5 de septiembre llegaron a las cercanías de Borodinó, donde se encontraron al ejército ruso desplegado en batalla y apoyado en una serie de reductos. El de la izquierda, llamado de Shevardino, fue atacado por los franceses y no se tomó hasta la caída de la noche. Entonces se incorporaron al combate los batallones españoles que se establecieron entre este reducto y un pueblo en llamas con el objeto de cubrir al resto de su división. En esos momentos se vieron sorprendidos por la caballería enemiga, que acababan de arrollar a un regimiento francés en un contraataque. Formados en cuadro y alumbrados tan solo por las llamas, los españoles lograron rechazarlos y les causaron cuantiosas bajas sin sufrir ellos ninguna.

SOBREVIVIR Al COMBATE

Tras la gran batalla de Borodinó del 7 de septiembre, los españoles salieron con Murat en persecución de la retaguardia enemiga y el día 14 fueron de los primeros en entrar en Moscú con la vanguardia del ejército. Apenas repuestos, el 17 reanudaron la persecución. Sin embargo, pronto hubieron de desandar el camino recorrido. Durante la terrible retirada, los supervivientes de dos de los batallones pasaron a reforzar la retaguardia, la posición más peligrosa de todo el ejército, formada por 5.000 hombres bajo el mando del mariscal Ney. La retaguardia salió de Smolensko el 16 de noviembre, 24 horas después que el resto del ejército, y cuando todos les daban irremediablemente por perdidos, el 18, cerca de Krasnoi, logró romper el cerco de los 40.000 rusos que los acosaban. Los españoles sufrieron 76 bajas en combate y cayeron presos los jefes de los dos batallones, Herrera y Llanza, junto a otros seis oficiales y 54 soldados. Pese a ello, el resto logró unirse al ejército, donde los supervivientes eran 4 oficiales y 110 soldados. Tras la ordalía del cruce del río Berézina, los españoles que no habían muerto o desertado pisaron suelo aliado, donde pudieron descansar. El respiro duraría poco, porque en febrero Napoleón les volvería a llamar de nuevo para combatir en la campaña de Alemania de 1813.

PARA SABER MÁS

«El Ejército español de José Napoleón»

Luis Sorando Muzás

Desperta Ferro Ediciones

536 pp.

26,95€

LA TERRIBLE ESCAPADA «FALX DACIA»

A principios del siglo II d. C., el emperador Trajano se embarcó en una de las empresas más ambiciosas de la historia del Imperio romano: la conquista de la Dacia, un poderoso reino al norte del Danubio correspondiente, grosso modo, con la moderna Rumanía. Los guerreros dacios eran feroces y su armamento, temible, un género de espada dotada de un único filo y perfil curvo, así como una empuñadura amplia. Por esta forma característica los romanos lo bautizaron como «falx», que en latín se traduce como «hoz». Se hallaría en una amplia gama de dimensiones, algunas de las cuales se podrían emplear con una mano, y otras, con dos. Existió, además, una versión corta del mismo arma que los romanos denominaron «sica» (daga). En cuanto a su eficacia, el autor romano Frontón declara que las tropas de Trajano acudieron confiadas a luchar contra los partos, a los que ya no temían, puesto que anteriormente «ya habían sufrido heridas [más] terribles frente a las armas de tipo falx de los dacios (dacorum falcibus)». A pesar de la robusta armadura de láminas (lorica segmentara) que vestían los romanos, las heridas y amputaciones que producían estas armas eran espantosas, por lo que los legionarios hubieron de reforzar sus cascos de hierro y proteger su brazo expuesto, el derecho, con una armadura articulada llamada «manica» inspirada en las protecciones de los gladiadores.