Papel

Revista para genios

Comenzó con un número dedicado a las novedades del mercado ferroviario y, más de siglo y medio después, «Scientific American» se ha convertido en una referencia mundial

Cabecera del primer número de «Scientific American», del 28 de agosto de 1845
Cabecera del primer número de «Scientific American», del 28 de agosto de 1845larazon

Comenzó con un número dedicado a las novedades del mercado ferroviario y, más de siglo y medio después, «Scientific American» se ha convertido en una referencia mundial

Sólo tenía cuatro páginas de papel de periódico en formato sábana. El primer número estaba dedicado a las novedades del mercado de los vagones de ferrocarril. «Quizás no haya un artefacto mecánico en el que la tecnología haya avanzado tanto y tan rápido como los vagones en los últimos diez años», decía el texto. Aquella publicación apareció el 28 de agosto de 1845 bajo la cabecera de «Scientific American». Su editor, Rufus M. Porter, ignoraba entonces que la revista que acababa de lanzar al mercado se convertiría en una de las publicaciones de ciencia más importantes e influyentes de la historia en todo el mundo. Por ella habrían de pasar, década tras década, los mejores científicos y tecnólogos, las mentes más brillantes del globo y casi la totalidad de los premios Nobel de ciencia concedidos.

En sus orígenes, «Scientific American» distó mucho de ser la revista de pensamiento, divulgación y ciencia que es hoy. De hecho, su eslogan de cabecera era bastante más técnico: «El portavoz de la Industria y la Empresa». Nació con la vocación de recoger los avances en mecánica y en aplicaciones industriales en un siglo en el que aún estaba casi todo por inventar. En plena Revolución industrial había material de sobra para llenar cuatro planas de noticias a la semana desde las oficinas del número 11 de Spruce Street en Nueva York.

Desde ese día, Porter no faltó a su compromiso de «acompañar cada número con una ilustración sorprendente y elegante de un invento, un avance científico o un trabajo curioso» y de seguir la actualidad de «las innovaciones mecánicas y físicas en América y el resto del mundo».

Pero sólo lo hizo durante diez meses. No se había cumplido un año cuando Porter vendió la cabecera a Alfred Ely Beach y Orson Munn, que la convirtieron en una revista moderna, capaz de afrontar los retos del siglo XX.

Hoy no hay vocación científica, espíritu curioso o profesional de la investigación que no haya echado al menos un vistazo a alguna edición de «Scientific American», a pesar de que la revista ha pasado por muy duros trances. Tras la Segunda Guerra Mundial su popularidad descendió peligrosamente. Incluso estuvo a punto de ser cerrada para dejar paso a otra publicación más contemporánea llamada «The Sciences». Pero resistió a su mayor crisis y creció hasta convertirse en cabecera imprescindible del grupo Nature hoy en día con más de 400.000 ejemplares vendidos cada mes y versiones en 18 idiomas.

Su pujanza en la búsqueda de la innovación técnica le granjeó algunos enemigos, como cuando en abril de 1950 la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos solicitó el cierre de la publicación por considerar que su artículo sobre la bomba de hidrógeno contenía tantos datos que podía poner en peligro la seguridad de la nación. Los jueces impidieron que la edición fuese secuestrada.