Andalucía
Amanecer y ocaso de los muertos
En Morón, el camino del cementerio a la zona de fiesta juvenil se recorre en apenas unos minutos. La noche está viva y espantosa. Es la víspera del Día de Todos los Santos. Mientras los chavales agotan sus últimos escarceos antes del amanecer, sus mayores acaban las últimas horas antes de acudir al camposanto a rendir la visita anual a los allegados que más en paz descansan. La dualidad entre la vida y la muerte, la alegría y el recogimiento y el día y la noche se evidencia con la llegada del puente de los Difuntos.
Para Ramón, un maestro jubilado que llegó a Morón a mediados de los años setenta para hacer la mili y aquí se quedó, la fiesta de Halloween no es más que la constatación de una «invasión cultural silenciosa» que comenzó hace más de medio siglo. «Los militares de la Base Aérea, estadounidenses muertos de hambre la mayoría, se divertían ofreciendo a los niños moronenses, pobrecillos, los chicles que traían de su país... ya masticados», rememora no sin escozor.
La fiesta del «truco o del trato», acogida en España como un maná en un vasto desierto, le parece una triste versión de los carnavales. «El carnaval tiene al menos el sentido de las carnestolendas previas a la contrición cuaresmal», explica Ramón, cuya hija, según cuenta, le ha dado unos nietos ya mayorcitos que, claro está, se han vestido de vampiros, de fantasmas, «de mamarrachos», añade.
Llueve, hace frío y el ambiente se ha desangelado. El ángel ha sido el de una fiesta que ha renacido en su ida y vuelta. «La de Halloween era una fiesta esencial de la cultura celta», comenta Alma, una vendedora de seguros en sus cuarenta que estudió Filología Inglesa en la Universidad de Sevilla. «Es una fiesta con más de dos mil años y que significaba el inicio del invierno», detalla esta «enamorada de las tradiciones irlandesas».
Por la Alameda, una arteria a la entrada desde Sevilla que alberga las antiguas residencias de los militares estadounidenses, se llega a la plaza del ayuntamiento. Es la travesía de adolescentes en sus primeras salidas nocturnas. Se les nota en la cara. Y no sólo es porque se hayan embadurnado de polvo de talco.
Alma, que tiene familia en Cork, cuenta que los inmigrantes irlandeses fueron quienes introdujeron a finales del siglo XIX la costumbre de la fiesta del final de octubre en Estados Unidos. Como los cantes flamencos de ida y vuelta, la celebración ha retomado el camino europeo con entusiasmo. «Aunque la historia de la calabaza, las telas de araña y las sábanas de fantasma se deben a la influencia del cine, nuestra cultura popular es la de ellos», apunta Alma.
Al margen de su origen forastero, se trata de una fiesta que pone en alerta a las autoridades, como ocurre en Navidad o en los carnavales. En el Consistorio moronense explican a este reportero que acumulan varios años cercando la vigilancia sobre los productos de consumo típicos de Halloween. «Lo principal», dicen, «es que hayan pasado los controles de seguridad y que lleven la etiqueta de la CE».
Los agentes, señalan, van con un inspector. Los disfraces, máscaras y accesorios deben adecuarse a las edades. El examen se hace riguroso cuando de lo que se trata es de «artículos proclives a provocar asfixia». Los cordones en el cuello, por ejemplo, están vetados para los disfraces dirigidos a niños menores de doce años.
Al amanecer, según cruzan el zaguán de la casa los más rezagados, sus abuelos acabarán de haberse levantado para celebrar la otra gran fiesta del puente, la de los mayores. El Día de Todos los Santos, explica Juande, un asiduo a la biblioteca municipal, «es una tradición que nos remonta a Roma. Los romanos recordaban a sus difuntos una semana al año. Limpiaban las tumbas de los suyos y llevaban flores, siguiendo un ritual simbólico en el que la levedad de la existencia y el regocijo de la vida estaban presentes».
A sus cincuenta años, Juande reconoce no haber celebrado nunca Halloween ni ser muy asiduo a los cementerios. Camino de la plaza de abastos, a unos metros de la biblioteca, defiende sus tesis con la decisión con la que esquiva una lluvia helada. «El romano no le teme a la muerte física, aunque sí al olvido», explica. «Es tan humano...», termina mientras espera en la cola de la pescadería. En el chino de la acera de enfrente la lluvia está mojando un disfraz de enfermera sanguinaria.
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