Historia

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España contra su historia

La Razón
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Apenas hay cincuenta millas de trayecto por la espléndida CA-1, que bordea el Pacífico, entre la misión de San Carlos Borromeo, fundada por San Junípero Serra, y el castillo de William Randolph Hearst, los puntos que marcan la cima y la sima de la presencia española en Norteamérica: la evangelización de su extremo occidental por parte del fraile mallorquín y la expulsión de Cuba, siglo y cuarto después, gracias a la intervención decisiva del editor que inspiró a Orson Welles su «Ciudadano Kane». Sugirió el corresponsal en La Habana que podría volver a casa porque allí no parecía que fuese a ocurrir nada y el inventor del sensacionalismo lo conminó a quedarse mediante un telegrama expeditivo: «Manténgase en su puesto. La guerra la pongo yo». Para que luego digan que la decadencia del periodismo es cosa reciente. Era 1898 y los españoles aún arrastramos por culpa de aquello un déficit de autoestima que las mentes más preclaras señalan como el principal problema nacional: «Sólo tendremos futuro cuando seamos capaces de reivindicar nuestra majestuosa historia», resumía Fali Pineda en un guasap con el magistral laconismo que acostumbra. La visita al castillo de Hearst, que es el colmo de la ostentación cateta, recuerda que también hace una centuria era muy rentable practicar la denigración de España en los medios de comunicación, sus panfletos de barato papel amarillo entonces o las tertulias televisivas que hoy enriquecen a cierto productor trotsko-separatista, compuestos por idéntico material basuriento, el engrudo que alimenta a los enemigos del país y, lo que es peor, intoxica hasta acomplejarlo a tanto renegado cargado de buenas intenciones como hay. Pues resultaría, de creerlos, que media docena de buscavidas y cuatro frailes fanatizados construyeron un continente. Mucha tela.