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La cara «b» de Murillo

La periodista y escritora Eva Díaz Pérez escribe con «El color de los ángeles» la primera novela dedicada al pintor

La escritora y periodista Eva Díaz Pérez
La escritora y periodista Eva Díaz Pérezlarazon

Los libros siempre son un buen refugio para el sosiego y el descanso, para recuperar la serenidad de los cuerpos y alcanzar la pureza de las almas tras los berrinches, desenfrenos y demás salidas de tonos que provocaron las ferias y romerías recientes. Utilizamos este tono que invitar al equilibrio porque es necesaria dicha postura para acercarse al contradictorio mundo en el que se desarrolla «El color de los ángeles» (Planeta), que acaba de presentar la periodista y escritora Eva Díaz Pérez, para rescatar la vida del pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo en el cuarto centenario de su nacimiento.

Pese a la inmensa fama del pintor y a la alta cotización de sus cuadros, la vida de Murillo cuenta con importantes lagunas. Conocemos bien sus obras, los cambios que se produjeron en su trayectoria artística, pero muy poco de cómo era ese hombre que se acercó a Dios y a María hasta llenarlos de ternura. Sigue, entre tinieblas, ese mundo de andar por casa que hasta ahora no se había publicado, ya que ésta es la primera novela que se ha escrito sobre su vida, como explica la propia autora que recuerda que antes sólo se habían acercado a él un pequeño relato de Andersen y una obra de teatro del siglo XIX. Nada más sobre un hombre que de por sí y por el momento que le tocó vivir ofrecía todas las posibilidades de lo que se llama una existencia novelesca.

Éste fue el motor que impulsó a la autora de «El sonámbulo de Verdun» (Destino) a meterse en las entrañas de un genio en la Sevilla crepuscular de finales del siglo XVII hasta rescatar la «cara B» de su pintura, ya que su producción no se queda sólo en las vírgenes y santos que cambiaron la estética de la Contrarreforma. «Es un artista mayor y completísimo», asegura Díaz Pérez, que destaca que sus cuadros se alejaron del tenebrismo y de la oscuridad para acercar la religión a lo cotidiano, haciéndola «cercana y sanadora». Murillo es un costumbrista que retrata con brillantez a las diversas capas sociales que le ofrece esa ciudad que una centuria antes había sido la puerta de todas las riquezas. Por eso no es difícil verlo tomando apuntes del natural entre los vendedores de la calle Feria o tomando los gestos de los viejos que piden la sopa boba a las puertas de los conventos, pero también pinta a los niños que viven la necesidad y el abandono. Los grandes tratados de pintura, como los de Pacheco, no aprueban este tipo de temas por considerarlos vulgares, al contrario que los mercaderes flamencos que harán constantes tratos con el pintor, lo que acaba con la salida hacia el norte de Europa de una amplia producción de piezas de esta temática. En esos cuadros y en los que se quedan en las paredes de los conventos e iglesias estarán retratados además de los sevillanos del seiscientos, según la ficción del libro, la propia familia de Murillo. A sus hijos y a la esposa, Beatriz de Cabrera, los imagina como personajes de escenas religiosas que interpelan a los fieles que rezan pero que también sirven de homenaje y «viven» para la eternidad a medida que van falleciendo. Lo hacen tres de sus hijos a causa de la gran epidemia de 1649 en la que mueren casi tres tercios de la población de la ciudad. Un desastre que terminó por hundir a Sevilla para siempre, pues hay historiadores que aseguran que la ciudad nunca se ha repuesto de dicho descalabro.

En esa ciudad de iglesias deslumbrantes, donde casi cada día hay una procesión, a la que llega la Flota de Indias con los tesoros de América, donde se muere pronunciando todas la lenguas del mundo; Murillo trabaja rechazando las posibilidades que tiene para hacer fortuna tanto en Madrid como en cualquier otra corte europea porque es el mejor pintor del momento. Nadie expresa como él la luminosidad de la virtud mariana o la sonrisa de los niños menesterosos, y eso tiene también mucho que ver la propia luz de la ciudad a la que no quiere abandonar porque no tiene necesidad de ello. Una luz dorada que aparece en sus cuadros y que no es la de plata que buscó Velázquez hasta encontrarla precisamente en la capital del reino. Al amigo y colega lo recuerda el protagonista gracias al olor del humo del tabaco mientras sufre en la cama los efectos de una caída. No quiere que nadie entre a verlo a excepción de su sirvienta, porque no le gusta que lo vean en ese estado, en una habitación donde huele a sus vómitos y deposiciones. El encuentro en ambos genios se produce en una de las exactas recreaciones que aparecen en el libro y que además de dibujar una atmósfera perfilan la personalidad del pintor. «Es un hombre bueno», argumenta la escritora al hablar de la forma de ser que tiene el protagonista de «El color de los ángeles» en contraposición a algunos coetáneos suyos, que son arrogantes, pendencieros y extravagantes. No es Alonso Cano, Herrera «El Mozo» o Valdés Leal, le preocupa su familia, su entorno, su interioridad.

Como es habitual en la producción de Eva Díaz Pérez la ciudad donde se desarrolla la novela es un personaje más con su voz, olor y textura propia. Lo fueron París, Verdún, Praga, Trieste o Venecia, como ahora Sevilla, que aparece en su máxima contradicción. Mundana, religiosa, mísera pero opulenta a la vez, decadente, trágica, pecadora hasta el extremo, trascendente; barroca en el más puro de los sentidos donde están presentes los sonidos e incluso el tacto de la ciudad, que se funden con el lenguaje que utilizaban Murillo y sus vecinos sevillanos. «Era una ciudad con mucho ruido, pero un ruido que la ordenaba cada día. Cuando se reunía el cabildo sonaba un toque de campana, pero también se escuchaba el trasiego del puerto, el sonido de los mástiles o el estruendo de una riada que destroza el puente de barcas. El sonido es muy importante para que el lector de una novela de época camine sobre el pasado».