Pintura

La pandilla de Bacon y Freud abandona el Támesis

El Museo Picasso Málaga acoge una exposición con 90 obras de la Escuela de Londres

INTERÉS. Dos personas observan la obra «Segunda versión de Tríptico» de Francis Bacon (1903-1992), que forma parte de la exposición
INTERÉS. Dos personas observan la obra «Segunda versión de Tríptico» de Francis Bacon (1903-1992), que forma parte de la exposiciónlarazon

Siempre es estimulante recibir buenas noticias desde el Bankside de Londres. Mucho mejor cuando en la capital británica se escucha cada vez más nítido el «Goodbye» con el que piensan terminar de hundir el tinglado europeo a base de una receta llamada Brexit. Le debemos tanto a Londres, o a lo mejor no, que desde el continente se le perdona cualquier cosa, incluso este adiós para siempre, con tal de que no nos nieguen de vez en cuando alguna de sus genialidades. Piensen un poco y reconocerán que pese a sus rarezas, la capital inglesa y lo que asociamos a ella se impregna en una sustancia que conquista a los continentales sensibles aunque sea pegajosa y maloliente como una destartalada furgoneta vendiendo carísimos «fish and chips». Nos encanta desde las brumas de la literatura gótica hasta la dorada melena de Kate Moss, sí ella también es Londres, pasando por el morbo del entierro de Lady Diana o esos irresistibles coches enanos. Por eso no es extraño el impacto que en la agenda cultural andaluza ha tenido la exposición «Bacon, Freud y la Escuela de Londres» que hasta el 17 de septiembre está instalada en el Museo Picasso Málaga con 90 obras llegadas desde la capital del Támesis, de la mano de la Tate Modern, y bajo el patrocinio de Caixabank.

Francis Bacon, Lucian Freud, Michael Andrews, Frank Auerbach, David Bomberg, William Coldstrean, Ronald B. Kitaj, Leon Kossoff, Paula Rego y Euan Uglow son los nombres propios que protagonizan esta muestra que rescata un movimiento surgido desde finales de los años cuarenta caracterizado por una oposición a las imperantes abstracción y figuración mediante un discurso centrado en un predominio de la figura humana y del paisaje londinense. Hay que ponerse en el escenario en el que se situaba la ciudad en la que comenzaron a pintar bajo estas premisas los protagonistas de la exposición. Parcialmente destruida por los bombardeos de la aviación nazi, a la vez era la débil capital de una Europa de la que aún salía humo. Al pundonor demostrado por sus ciudadanos durante el Blitz, se sumó años después la rapidez con la que asumieron que debían reconducir todo y salir de las cenizas, y ahí puede que esté la clave.

En esa situación se encontraron estos creadores que de una manera desigual forjaron amistades, maestrías e influencias rescatando al ser humano como principal protagonista de sus obras. Sobre este asunto insiste la comisaria Elena Crippa, conservadora del Departamento de Arte Moderno de la Tate. Como es habitual, ni los teóricos ni los propios pintores están de acuerdo en la calificación de Escuela de Londres pese a que entre ellos forjaron amistades y puntos de vista concretos que les enfrentan a lo que entonces se hacía en Norteamérica. En realidad, todo nace de una frase escrita por el propio Kitaj para una exposición en la que participaban algunos de ellos en el año 1976. Habría que catalogarlos, pero si están dentro, fuera o bajo el arco de este sintagma nominal es lo de menos. Lo relevante es la manera novedosa con la que afrontan aspectos cruciales como la soledad, la carnalidad, el encuentro con otros semejantes, el paisaje efímero, las preocupaciones existenciales o la multiplicidad de sentidos. En algunos aspectos, los cuadros salen de largas sesiones en las que el personaje central va fraguando su presencia en el lienzo a lo largo de los meses en una comunicación directa con el artista. En esta tesitura se encuentran Auerbach, Freud (terriblemente carnal) o Bomberg, que presentan retratos y escenas de una intensa complejidad. Por el contrario, otros se servirán de revistas, fotografías o periódicos como base de su discurso pictórico distanciándose de lo pintado.

Todos se mueven en un escenario que le debe bastante a la soledad y el vacío creado por la II Guerra Mundial. Aquel silencio que no se comenzó a resquebrajar hasta bien entrados los años cincuenta sobrevuela estas piezas magistrales cargadas de un cromatismo fundamental que tiende puentes con el Pop que entonces aún balbuceaba. Un punto de vista interesante para observar esta exposición y reflexionar sobre el movimiento que puede desarrollarse a partir de la fecha de nacimiento de los protagonistas. Entre los más mayores y los jóvenes hay una media de dos décadas largas, lo suficiente para que se extienda entre ellos un foso generacional que muchos rompen tendiendo puentes que luego le sirven para intercambiar posturas. Esto es lo que parece que todos hacían en el Colony Room, el club del Soho que se convirtió en lugar de encuentro para ellos. Conscientes de que el mundo fuera de sus puertas giraba a otro son, siempre mantuvieron un espíritu a contracorriente, desclasado otorgando a la realidad y al hombre un estatus propio del que por supuesto deben mucho al protagonista del museo que los acoge. Picasso, siempre a la vanguardia de todos y de sí mismo, es el mejor nivel con el que medirse pictóricamente.