Las enseñanzas de Don Diego

Con sotanas deshilachadas, sandalias raídas y costumbres severas, los Doce Apóstoles de México desembarcaron en el Nuevo Mundo de tal guisa que los indígenas americanos, al verlos escuálidos y menesterosos, los señalaban con una palabra, un sonido, «motolinía», voz que venía a denominar al «pobre» o «afligido». Uno de aquellos doce franciscanos, fray Toribio de Benavente, pieza capital en la historia de las misiones, tomó prestado de la lengua amerindia el apodo Motolinía y se dedicó a lo que mejor sabía. Y vaya si se dedicó. Cuentan las crónicas que hubo días en los que llegó a bautizar a miles de nuevas criaturas de Dios, más que Cristo en toda una vida. Aquellas experiencias de tanta magnitud espiritual, creen los teólogos ahora, pudieron cortocircuitar el discurrir de algunas de las mentes más preclaras del clero. En ese estrecho renglón que separa la luz divina y la ceguera orgiástica, muchos misioneros sucumbieron ante el nervio celestial. Dotado de un similar nervio, tan raído como severo, Diego Cañamero, diputado de Podemos por Jaén, cucarachea por el hemiciclo estrechando consignas y torciendo renglones. Lo hacía como líder del SAT y lo sigue haciendo como ariete del partido de Pablo Iglesias en una permanente mitad de camino entre lo divino y lo orgiástico. El miércoles se debatió en el Congreso sobre pensiones. El fondo daba igual: Iglesias enunciaba un eslogan por minuto para el universo audiovisual y sus huestes aplaudían con la precisión de un cirujano. La secuencia estaba medida. La evangelización precisa de un orden, la misión es la orden. Cañamero, antes de sentarse en su escaño, le había dado la turra a Iglesias. Le tocó aguantar al jefe. Luego chistó a los foteros del Congreso y posó con un cartel. Mire, jefe, mire. Es Diego Cañamero el Motolinía.