Salud
Los bichos frente a la ciencia
A media tarde, cuando la cigarra vocea sus salmos a la hora de la siesta, uno no puede sino detenerse en dedicarles unos minutos a los bichos nuestros de cada verano. De las moscas hizo Augusto Monterroso un poemario que ha quedado para los anales del más divertido sopor. Las hormigas, como las abejas, cuentan con una amable prensa envidiada por la escurridiza cucaracha, a la que no hay Dios que le escriba. De los bichos macroscópicos a los microscópicos hay un trecho de lo más nefasto. En definitiva, el mosquito, al menos en estas latitudes y por el momento, se limita a absorber la preciada sangre mientras entona su actuación nocturna de violín destemplado, que no tiene nada que ver con los conciertos de heavy metal que asuelan ciertos microorganismos en el interior del organismo. Los virus, las bacterias, los protozoos y los hongos han habitado desde antes que nosotros el planeta. Y lo harán, de eso está plenamente convencida la ciencia, después que el ser humano se haya extinguido del todo. La única solución, como decía Ortega del problema catalán, es la «conllevancia». Cuando el bicho microscópico no sólo gana batallas sino que va camino de imponerse en la guerra de la vida, el enfermo va al médico. Ha sido lo que ha aconsejado la sensatez desde siempre. Pero el sentido común ha dejado de estar de moda. Incluso entre los vecinos más cultivados del barrio. Mientras se intenta apaciguar el sueño durante la siesta estival, uno no puede sino recordar a ese filósofo callejero fallecido en el barrio recientemente a causa de una desdichada inaplicación del método empírico. Al aparecer la enfermedad, este dilecto intelectual de los bares prefirió la receta del curandero a la prescripción facultativa del médico. Y el hombre se murió, claro. Las gracias de la moda anticientífica.
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