Vivienda

Parábola del piso en el centro

El propósito de L, dueño de un piso céntrico, nunca fue el alquiler turístico, aunque no por los motivos que estos izquierdistas decimonónicos recién salidos de sus fosas podrían imaginar: L no abjura de los visitantes que dinamizan la economía local, al contrario, sino que no le cuadran las cuentas: «Las horas que debes emplear o lo que le pagues a la empresa gestora, las trabas burocráticas y gastos como la luz y el wifi, entre otros, se comen el diferencial con una renta para vivienda habitual. Además de que el inmueble quintuplica su desgaste». Así, L le arrendó el cubículo hace dos años a E, que paga por debajo del precio de mercado porque «tener a un inquilino de confianza vale, como poco, un 30% de la renta», sostiene. Sucede que E se ha casado con M y se van a comprar una casita en el extrarradio, lo que animó a R, colega dilecta de L, a comunicarle a su casera su mudanza: la convencieron una mejor situación y el precio de amigo que, a despecho del lugar común esparcido por los corifeos de la progresía rencorosa, le promete el propietario, quien como muchos propietarios es un pequeñísimo inversor que se desloma con semanas laborales de sesenta horas, y no un banquero tripudo que desayuna entrañas de bebés proletarios. Resulta, sin embargo, que unos jueces demagogos del Tribunal Supremo se han sacado de la manga «nosequé» disparate retroactivo, de modo que E y M no saben si podrán firmar su hipoteca porque los bancos andan recalculando las condiciones, R ha preavisado su marcha pero no tiene dónde caerse muerta y L, que ya estaba achicharrado por el fuego fiscal y ahora anda acojonado por la inseguridad jurídica, se plantea vender el piso a una compañía de explotación de viviendas turísticas, que son las únicas que pueden seguirle el paso a este Estado chapucero y voraz.