Sociedad
Pornografía, carroña, mentiras
No se han escatimado palabras de considerable tamaño ante el hit mediático de la semana pasada, el drama del pozo de Totalán en el que ha estado omnipresente la analogía evidentísima de «El gran carnaval», la película de Billy Wilder (nada menos) protagonizada por Kirk Douglas (toma ya). Al periodismo le gusta repetir ese, y otros, tópico que reza que «la realidad supera a la ficción», pero lo que sobre todo le gusta es imitarla hasta convertir su trabajo en una tonta emulación de los héroes, o de los antihéroes, novelescos y cinematográficos. Un cuarto de siglo en el negocio, ya, no me ha servido para aprender a desenmascarar el mecanismo por el que un suceso trivial salta de la esquina de una página un día tonto hasta fosilizarse una semana en la primera plana. Sí comparto, sin embargo, la perpleja indignación de los colegas que han empleado términos gruesos para calificar el regodeo con el que las empresas se han entregado al morbo: pornografía (Daniel Ruiz), carroña (David Torres) o, como el más mortal pecado contra la deontología, mentiras (Arcadi Espada) son algunas de las definiciones que el oficio debiera considerar a modo de autocrítica. Para eso podrían servir las facultades de comunicación y las asociaciones profesionales, esos inútiles basureros de hemiplejia moral. Se esgrime a menudo el espantajo de «la demanda del público» para justificar cualquier atentado contra la ética; una burda trampa en el solitario, ¿qué va a mirar el telespectador al que le meten en el salón media hora de informativo en directo? ¿Qué leerá el usuario si le saltan constantes alertas sobre el asunto en la pantalla de su móvil? Queda ahora el suculento postre del velatorio, el entierro, el dolor de los deudos y las condolencias ante la cámara del buen pueblo. Qué asco, qué vergüenza.
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