Lucas Haurie
Tareas difíciles en Navidad
La Navidad sirve para multitud de cosas. Entre comida y atracón, uno se topa con una suma de revelaciones que ya quisiera para sí la Epifanía. De un lado, recordamos lo nocivos que son los óxidos de nitrógeno y otras partículas en suspensión gracias a las limitaciones del tráfico en Madrid (menos mal que los «think tanks» capitalinos iluminan a España acerca de la toxicidad de los tubos de escape). Pero hay más revelaciones, como las de quienes se empeñan en extender en estas fechas el espíritu navideño al ecosistema circundante. La lección, aprendida por esas películas de Disney en las que los animales sienten y padecen como personas, se repite a menudo en las secuencias de episodios de mascotas difundidas en las redes sociales, luciendo con presuntas atribuciones humanas: el galápago que transporta a un loro en su caparazón por un río, el gato que dormita junto a un amo enfermo o el perrete que juega a los médicos con una niña son tres muestras de la última y ejemplar sensibilidad humana. (Los antropólogos del futuro tienen una suculenta tarea por delante.) Esta nueva visión humana del reino animal, sin embargo, puede alcanzar grados de estulticia plena. Sucedió hace días en la sevillana plaza de San Lorenzo, donde, junto a paseantes y vecinos, solazan familias de gorriones, palomas y otros tipos de criaturas. He aquí que dos amigas veinteañeras se cuentan sus cuitas pascuales en un banco cuando, oh, horror, un pichón se atrevió a iniciar el apareamiento con una hembra frente a ellas. «¡Violencia machista! ¡Hombre, abusón! ¡¿Pero cómo puede ser tan violento?!», denunciaban las jóvenes (¿jóvenas?) sin bochorno, tanto que se levantaron a interrumpir ese rito que las colúmbidas llevan realizando durante centenas de miles de navidades sobre la faz de la Tierra.
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