Inmigración

Trescientos niños desaparecidos en un año

Los servicios sociales «perdieron» a 331 menores extranjeros, a los que debía cuidar después de llegar solos a España huyendo de sus países

Trescientos niños desaparecidos en un año
Trescientos niños desaparecidos en un añolarazon

Europa y África, uno frente al otro, el horizonte y lo que se deja atrás, el gran desengaño del futuro prometedor y el presente imposible. Así ve Mamadou, 27 años, ocho días de travesía en un cayuco cuando solo tenía 15, su vida hasta este momento. Él es de Senegal pero cuando habla del éxodo obligado jugándose el tipo, su país se convierte en «África». Igual que España es «Europa», a donde su padre –«tenía miedo, pero uno siempre hace caso al padre»– le envió con un billete de ida sin garantía de llegada. Su viaje hasta Tenerife se alargó el triple de lo previsto. Ocho días en los que el sumidero del Atlántico, como el Mediterráneo, se tragó vidas humanas. Sucede a diario, decenas al año, pero son cuerpos que murieron sin documentación española, así que sus nombres no dicen demasiado. Doce años después de desembarcar en Tenerife, Mamadou sigue siendo un extranjero en España. «Yo tenía mi familia pero había una situación económica mala. Trabajaba como reponedor en una tienda y me daban algo, no mucho comparando con los salarios de Europa», dice sobre esas primeras historias que escuchaba sobre su inminente destino.

«Yo no me habría arriesgado para venir a Europa porque es un medio suicidio. No merece la pena», reflexiona, para admitir que «no estaba cien por cien capacitado para tomar ciertas decisiones». Su padre le entregó un pasaje y con 15 años se lanzó al mar en un cayuco atestado de compatriotas. Desde aquel día no ha vuelto a Senegal. Habla con su familia por teléfono o por internet y trata de planear un viaje de ida y vuelta. Quedarse allí no es una opción.

Su primer contacto con Europa fueron tres meses viviendo en un pabellón polideportivo en Canarias. Le siguió un periplo de centro en centro de acogida, de comunidad en comunidad hasta que recaló en Puerto Real (Cádiz), donde residía un amigo de su padre. La sensación que le queda de aquellos días es de vivir «encerrado» pese a ser un régimen abierto –pueden entrar y salir sin restricciones–. «En ocasiones los chavales no están a gusto o su proyecto migratorio es otro. Los centros y el sistema de protección están obligados a protegerlos, si a las 48 horas no vuelven tienen la obligación de denunciar y buscarlos», denuncia Save the Children. Su responsable en Andalucía, Javier Cuenca, alerta de la falta de celo de las administraciones con estos niños, algo impensable si fueran españoles. «No se sabe su paradero, si han ido a otra comunidad o han sido víctimas de mafias de trata de personas o de cualquier otro tipo. Es preocupante», asegura. La Junta tiene bajo su tutela a 2.200 menores, un tercio de los de España, y no recibe ninguna compensación del Gobierno por ello, como sí ocurre con Ceuta y Melilla.

«Se supone que el centro les tienen que dar una atención específica. Si tiene más de 16 años debería haber alguna propuesta de inserción sociolaboral para que tengan oportunidades», detalla. Mamadou confirma eso: «Nunca fui al instituto, solo algunas veces a clases de español». Sus empleos desde que decidió independizarse han sido temporales, por amigos que le avisan de alguna vacante sin cualificar. Dejó la casa de sus tutores en Puerto Real porque le obligaban a realizar todas las tareas domésticas.

Sobre el tiempo que pasó en centros, asegura que «en muchos sitios no te cuidan: te dan de comer y duermes allí. Tendríamos que estar como en casa y no es así». Para Cuenca, se encuentran en España en un círculo imposible de abandonar. «Si los chavales no pueden trabajar, al final se ven en la calle. Están desasistidos totalmente por las administraciones», se queja. De los menores tutelados, 331 salieron del centro y no volvieron en 2016. «Se les perdió la pista. No sabemos si están viviendo en las calles», explica, comparando la situación con lo que ocurre en Ceuta y Melilla.

Mamadou ha alcanzado cierta estabilidad viviendo con su novia y con un empleo en una frutería. Tiene un buen círculo de amigos que le respalda. Se considera un afortunado –«hay gente que su país está en guerra y tiene más razones para huir de las que yo tuve»–. Es incapaz de asimilar el tratamiento político de la emigración en ambos continentes. «Las cosas aquí se hacen de una manera que nadie entiende. Se preocupan más en poner vallas y hacer daño en la frontera que de que los chiquillos tengan un futuro», dice con amargura sobre España, para admitir que confía aun menos en los políticos africanos. «Le quitan el dinero a la sociedad. Deberían trabajar para que la gente no tuviera que irse y solo roban, son más ricos que los de aquí».