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De tanto estirar el hilo por uno y otro lado, y de cortar aquí para enhebrar allá, llega un momento en que la tela entera se vuelve tan fina que amenaza con deshilacharse.

Es lo que pasa también a veces con la vida, que corre el peligro de descoserse por uno de esos sietes que luego ya no tienen compostura.

Las puntadas que damos por la mañana antes de salir de casa se deshacen en cuanto tropezamos con la calle, y vamos pasando los días dándole vueltas a la costura sin recomponer el descosido.

Así hasta que tomamos la firme decisión de cambiar, de no correr más el riesgo de despeñarnos en un descuido por ahí abajo, de dar un volantazo y volver por donde solíamos, de buscar otro camino, abrir otra ventana, intentarlo por otro mapa. Nos reconciliamos de nuevo con nosotros mismos por haber sido capaces de tomar tan apremiante y provechosa decisión. Pero qué pereza da ponerse manos a la obra, al fin y al cabo todo es cuestión de acostumbrarse y de ir aguantando, las cosas son como son y yo soy yo y mis circunstancias. Consultamos mentalmente el calendario y, como está muy cerca el día en que se estrena el año, enseguida concluimos con óptimo criterio que qué mejor manera de celebrarlo, y aplazamos para esa fecha tan significativa la ejecución de nuestro irrevocable propósito. Aguardamos así a que lleguen las primeras horas de un año que se nombra con otro número distinto al que se acaba para pensar en serio el modo de poner en práctica de una vez por todas esas medidas urgentes, inaplazables, absolutamente necesarias si no queremos volver a enredarnos en la madeja de esos hilos que, de tanto estirarlos por un lado y por otro, llegará un día en que no se podrá dar con ellos ni una sola puntada.