Política

El desafío independentista

«Conseguir la independencia por la vía unilateral está condenado al fracaso»

Publicamos un adelanto de «No todo vale», el libro de Antoni Bayona que edita esta semana Península.

En la imagen, la fallida declaración unilateral de independencia en el parlament catalán, el 27 de octubre de 2017.
En la imagen, la fallida declaración unilateral de independencia en el parlament catalán, el 27 de octubre de 2017.larazon

Publicamos un adelanto de «No todo vale», el libro de Antoni Bayona que edita esta semana Península.

Como jurista, uno de los aspectos que más me ha llamado la atención del procés son las bases jurídicas sobre las que se ha querido fundamentar. No tanto por el hecho de la independencia en sí mismo, sobre el que se podría plantear un debate jurídico abierto, sino por su decantación final a favor de la teoría de la desconexión o de la transición de la ley a la ley, fórmula mediante la cual Cataluña se desvincularía de España y se erigiría como un sujeto soberano individual para iniciar, a partir de ahí, su propio proceso constituyente. En síntesis, el planteamiento básico de esta tesis partía de tres implícitos: la plena soberanía del pueblo de Cataluña, su derecho a la autodeterminación de acuerdo con el derecho internacional y el principio de legitimación del proceso de desconexión basado en la voluntad popular expresada en el referéndum convocado para el 1-O. Si este referéndum daba un resultado positivo a favor de la independencia, el resto del proceso se desencadenaba automáticamente; esto es, Cataluña se desvinculaba de España (desconexión) y se regía por un régimen transitorio hasta que no dispusiera de su propio marco constitucional, en el que se ponía inmediatamente a trabajar (el proceso constituyente).

Este programa es el que la mayoría parlamentaria anunciaba con la Resolución 1/XI, adoptada a modo de declaración de intenciones u hoja de ruta al inicio de la legislatura pasada. Una declaración que, a su vez, se legitimaba en el resultado de las elecciones del 27 de septiembre de 2015, que tanto el Gobierno de Artur Mas como las fuerzas soberanistas que concurrieron a ellas plantearon como una convocatoria plebiscitaria, esto es, no como un proceso electoral normal, sino como una llamada al pueblo catalán para expresar su voluntad de independizarse.

Como se dice popularmente, para hacer un buen cesto se necesitan unos buenos mimbres. Y aquí, dicho de manera llana y directa, todos los fundamentos conceptuales eran débiles, muy débiles; una debilidad que esencialmente partía más de un querer ser que de un ser, de considerar que en el proceso catalán concurrían unos elementos que podían darle solidez jurídica, cuando realmente no existían en los términos que se estaban expresando. Creo que se partía de un presupuesto que confundía la voluntad con la realidad, la política con el derecho. De un ideario político que considera que el pueblo catalán es soberano, que tiene derecho a la autodeterminación y que puede ejercer este derecho mediante un referéndum y después traducir todo esto en un nuevo estatus de independencia. Como proyecto político es totalmente aceptable y legítimo. Pero la creencia en este ideario no implica que sea así en el plano jurídico, porque aquí entran en juego otros factores, otra lógica. No todo es tan simple y fácil. Cataluña forma parte de España, existe una constitución que dice que la soberanía nacional reside en el pueblo español, una constitución a la que están sujetos los poderes públicos catalanes y un Estatuto de Autonomía que define y a la vez delimita cuáles son sus capacidades de actuación. Un escenario muy diferente y alejado del que se desprende de la Resolución 1/XI.

En un caso como el nuestro, defender y promover la independencia es posible. La misma Constitución lo ampara, y así lo ha declarado expresamente y repetido el Tribunal Constitucional. Pero hacerlo efectivo es otro cantar. No es imposible, pero sí requiere estrategias mucho más complejas y, por qué no decirlo, muy difíciles de aplicar. Porque todos deberíamos saber y recordar que, en un contexto de normalidad, es decir, sin conflictos sociales graves, y en el marco de un sistema político que cumple los estándares mínimos de una democracia occidental que, además, forma parte de la Unión Europea, conseguir una independencia por la vía unilateral es un objetivo prácticamente abocado al fracaso.

Siempre he pensado que, salvando las distancias, el caso catalán debería tomar sus referencias de Escocia y Quebec. De ello hablaremos más adelante, de referentes que precisamente nos enseñan que un proceso de independencia no es nada sencillo, sino todo lo contrario; que son procesos muy condicionados por un entorno político y jurídico que no les favorece y también por una política internacional siempre reacia, al menos al inicio, a mover las piezas del tablero. En un contexto hostil como este, las estrategias válidas nunca pueden ser fáciles, sencillas ni rápidas. Y por mucha razón que se crea tener, hay que asumir que la tarea es muy compleja y requiere tiempo y mucha habilidad.

La opción por la vía unilateral es, quiérase o no, una opción de ruptura, de fractura de un marco constitucional que, en su fondo, tiene un germen revolucionario. Entiendo como tal una acción que pretende la ruptura de un orden establecido, una revolución que no implica necesariamente un componente violento —como ha recordado el presidente de la Generalitat Quim Torra, refiriéndose en este caso a la revolució dels somriures (revolución de las sonrisas)—, pero revolución al fin y al cabo, en clave moderna o posmoderna, si se quiere. La misma idea antigua que ya recogió el Tribunal Supremo de Estados Unidos en 1896 en la famosa sentencia Texas contra White, al definir la Unión de Estados como algo definitivo e indisoluble, «except through revolution or through consent of the States» (excepto mediante la revolución o con el consentimiento de los Estados). Esta sentencia pone de relieve, de forma especialmente nítida, el trasfondo que plantea un proceso de secesión. Ruptura o acuerdo. Dos escenarios bien distintos, con consecuencias también muy diferentes. En 2017, el Parlamento catalán hizo su opción: ruptura, y era lógico que quisiera arroparla utilizando argumentos jurídicos. Una cobertura que articuló sobre los que antes hemos mencionado.

Hasta aquí, me parece relativamente normal. Lo que ya no me lo parece tanto es que la utilización de este argumentario haya contado con el apoyo de juristas que, con su actitud, han reforzado aquella pátina y han contribuido a darle solidez ante la opinión pública.