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Cuando el religioso es el protagonista
Las novelas de abanico trascendental han dejado grandes obras maestras, siempre si hay un imponente personaje religioso detrás, de Aliosha de «Los hermanos Karamazov» a los sacerdortes de «Gilead» o «El poder y la gloria»
Las novelas de abanico trascendental han dejado grandes obras maestras, siempre si hay un imponente personaje religioso detrás, de Aliosha de «Los hermanos Karamazov» a los sacerdortes de «Gilead» o «El poder y la gloria».
Con el final de las fiestas es tiempo de cerrar las ventanas, apretar los dientes y buscar el recogimiento y la redención. meditar sobre el bien y el mal. Al igual que no podemos pensar en el amor ybuscarle sentido, sino amar a alguien primero y buscarle el sentido después, con la religión pasa exactamente lo mismo. No se puede coger así, en abstracto, y pensarla y pensarla y convertirse. Hay que coger a un gran personaje y a partir de él encontrarle el sentido. Jesucristo es el mayor ejemplo de la necesidad de corporizar el sentimiento religioso para, irónicamente, hacerlo trascendente. Y no es el único, la historia de la literatura está plagada de grandes personajes religiosos.
El primero que viene a la memoria es también el más reciente, «Gilead», de Marilynne Robinson. Ahí descubrimos al sacerdote John Ames a través de las cartas qeu escribe a su hijo. Después de la muerte de su primera mujer e hijo, acaba por casarse con otra mujer, mucho más joven. En esas cartas se da cuenta de las creencias del párroco, de sus visicitudes para traer la Palabra del Señor a los pueblecitos de la América profunda y al mismo tiempo da como gráciles saltos en su vida y a veces extraña vida doméstica. Una obra maestra que se convertiría en trilogía con «Lila» y «Home».
Otra de esas figuras religiosas de amplio aspectro es el bueno de Aliosha, el pequeño de los tres «Los hermanos Karamazov», de Fiódor Dostoyevski. Si Dimitri es cruel y hedonista hermano mayor; Ivan el cínico racionalista embebido de su propia seguridad, Aliosha es esa figura bondadosa que respeta a sus hermanos tal como son e incluso trata de mediar con su furibundo y odioso padre. Es novicio y se convertirá al sacerdocio, pero cree que los hijos son capaces incluso de redimir las malas acciones de sus padres, algo que caerá por tierra cuando el gran Karamazov aparezca asesinado de forma brutal. Se dice que el personaje tiene resonancias personales. El hijo de Dostoyevski tenía tres años cuando murió de un ataque de epilepsia, heredada de su padre. Así de culpable se sentía el autor ruso para escribir una inmensa novela alrededor del parricidio.
Otro gran religioso es uno sin nombre precisamente, sólo un carácter, un «sacerdote con whiskey» como lo bautiza su escritor, Graham Greene. El autor nos traslada a México, en 1930, periódo en que se quiere prohibir la religión católica y muchos sacerdotes son perseguidos y aniquilados. A través de las claves de la intriga y la redención, Greene habla del poder salvador de los sacramentos.
La lista a partir de aquí se hace infinita, como ese grotesco y falstafiano Hazel Motes, de «Sangre Sabia», la primera novela de esa gran sureña de imaginación desbordante, sentido del humor ácido y mucha hiel de cascarrabias que fue Flannery O’Connor. El padre Arnell, de «Retrato de un artista como un joven», de James Joyce o el reverso negro de todos estos, el terrible Juez Holden, siepre bajo el grito «¡La guerra es Dios!», de Meridiano de Sangre», de Connor McCarthy, serían otros clásicos.
En ciencia ficción hay mil personajes pseudoreligiosos, sólo hay que ver la obra de Philip K. Dick o Alfred Bester. En la novela negra, tenemos el candor y muchas otras cosas más del Padre Brown, de G. K. Chesterton y sin género, pero para la historia, quedará el Harry Powell, el padre y demonio con las manos tatuadas con la palabras amor y odio sobre sus nudillos de «La noche del cazador», de David Grubb.
Quién vaya ahora a los cines se encontrará con una estupenda adaptación de Martin Scorsece de la novela «Silencio», de Shusaku Endo, siguiendo la historia conradiana de dos monjes en busca de otro perdido en Japón en el siglo XVIII. Y, por supuesto, no hay que olvidarse de «La muerte llama al arzobispo», de Willa Carther. Un aleluya por todos ellos.
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