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El editor de las estrellas

Robert Gottlieb, gran monstruo de las letras norteamericanas, presenta sus memorias de una vida entregada por completo a los libros y sus autores

Robert Gotliebb se enorgullece de trabajar feliz con cualquier libro, de las memorias de Lauren Bacall a las obras maestras de una premio Nobel como Toni Morrison, de la que lleva 35 años editando sus libros
Robert Gotliebb se enorgullece de trabajar feliz con cualquier libro, de las memorias de Lauren Bacall a las obras maestras de una premio Nobel como Toni Morrison, de la que lleva 35 años editando sus libroslarazon

Robert Gottlieb, gran monstruo de las letras norteamericanas, presenta sus memorias de una vida entregada por completo a los libros y sus autores.

Hablar de Robert Gottlieb es hablar, sin una mínima exageración, del editor más importante de los Estados Unidos del siglo XX. ¿Y William Maxwell? Él sólo editó a mejores autores. Si Scott Fitzgerald, Thomas Wolfe o Ernest Hemingway hubiesen pasado por sus manos... En realidad tanto da porque la lista detrás de Gottlieb ya es bastante impresionante, de John Cheever a Raymond Carver, Joseph Heller, Toni Morrison, John Le Carré, Doris Lessing, pasando por Bill Clinton, Lauren Bacall y un increíblemente largo etcétera.

La editorial Navona acaba de presentar «Lector Voraz», las exhaustivas memorias de este editor que siempre vivió rodeado de libros. «Fui hijo único en una familia muy lectora. Mi abuelo me enseñó a leer con cuatro años y no recuerdo haber hecho otra cosa. leer era para mí algo natural. En la mesa, podíamos estar comiendo todos con un libro en la mano. No fui un niño feliz, salvo cuando regresaba corriendo a casa y me ponía a leer y escuchar la radio. Y ahora, con 87 años, sigo haciendo lo mismo. Si no estoy leyendo un libro, estoy leyendo un periódico, una revista», afirma.

Empezó a leer cualquier cosa que caía en sus manos. Tenía cerca una librería que alquilaba volúmenes y el se los llevaba de tres en tres para devolverlos al día siguiente. Ya adolescente empezó a granjearse un criterio y sus primeros amores fueron, entre otros, Henry James y Marcel Proust. «Me encantaba la profundidad psicológica, la brillantez estilística de James. Además, sentía que pensaba como yo, que compartíamos una visión común del mundo y las personas. En cuanto a Proust, devoré los siete volúmenes de “En busca del tiempo perdido” en siete días. No hacía otra cosa así que inmersión en el mundo de Proust fue absoluta, como si pudiese tocarle», asegura.

Que acabase por trabajar en una editorial no era más que la culminación de todos sus sueños, Simon & Shuster y el sello Alfred A. Knopf fueron los espacios donde volcó todo su talento. «Ya desde pequeño fui una persona compulsiva. No era un chico atlético, no me gustaba jugar en las calles, pero de los 12 a los 18 años puedo decir que leí todos los best-sellers del momento, lo que me dio cierta perspectiva de lo que le gustaba a la gente. A los 16 años ahorré para ser subscriptor del «Publishers weekly». Supongo que era el único de todo el país. Por eso, cuando por fin pisé un pie en una editorial sentí que estaba en casa», señala.

Estamos hablando del año 1955 y ya desde ese momento tenía claro que el trabajo de editor era algo no excluyente, elitista o snob, sino una aventura en el que buscar los mejores libros para sus auténticos lectores. «Por ejemplo, hay mucha gente que desprecia el subgénero de las novelas románticas, olo que es un error, porque hay libros muy interesantes. Durante una época tuve que leer cerca de un centenar de este tipo de novelas. La gran favorita del público potencial de este género era Norah Roberts y te puedo asegurar que sus libros sí eran los mejores. La gente no es tonta, sabe lo que quiere y he tenido la suerte de no recluírme en la llamada novela literaria. He podido trabajar con la novela de género, con biografías, ensayo, cualquier cosa», afirma Gottlieb.

Uno de sus ejemplos en su brillante enfoque sobre las novelas de género fue su trabajo con John Le Carre. «He leído cientos de novelas de espías, pero las de Le Carre tenían algo más, algo específico, que en su momento hablaban de primera mano de una Guerra Fría que asustaba a todo el mundo. Y como no podía ser de otra manera, también Le Carre era el favorito de los lectores. Los libros de JOhn eran maravillosos, pero al mismo tiempo, cuando se acabó la Guerra Fría y el contexto mundial giró su vértice, sus novelas ya no fueron tan brillantes y especiales. Continué trabajando con él, eran buenos libros, pero les faltaba esa chispa», asegura.

Para Gottlieb sólo hay dos tipos de escritores, los que tienen cla agilidad mental para romper su primer discurso y adaptarse a lo que propone el editor y los que tienen una idea preconcebida de un libro y no se mueven de allí. A partir de aquí, hay que entender cómo son y ofrecerles toda tu ayuda porque, aunque no lo crean, los dos queréis lo miswmo, que se publique el mejor libro posible. «Es más sencillo trabajar con autores cuya sensibilidad se acerca a la tuya porque entonces es fácil entenderse. Doris Lessing, por ejemplo, quería escribir un libro y le hicimos entender que quizá aventurarse en otra idea sería mejor. Al final, ella aceptó. Lo que hay que tener claro es que el trabajo de editor es un trabajo servil. No lo haces por ti, lo haces po r el autor. No importa tu ego, importa el libro. Por eso hay un gran componente psicológico», comenta. Por ejemplo, Len Deighton, otro master en novelas de espías, era incapaz de repensar sus obras así que era inútil plantearle posibles soluciones, afirma Gottlieb

Grandes autores y amigos

Su trato con escritores ha llegado a ser tan estrecho que gente como Joseph Heller, autor de «Trampa 22», aseguran que le deben toda su carrera. Aceptó, por ejemplo, la idea de suprimir 60 páginas porque ralentizaban la historia. Otros, como Edna O'Brien duermen en su casa cuando viajan a Nueva York o Toni Morrison, Premio Nobel, no querría que otro mirara sus libros. «Heller no tenía ningún ego a la defensiva, por lo que conseguimos trabajar muy intensamente en sus libros. para mí, sin embargo, su mejor libro fue el sigueinte, “Something happened”. Los dos libros, en realidad, hablan de lo mismo, la ansiedad, el primero más centrado en el miedo a la muerte. A partir de aquí, Heller consiguió calmar esa ansiedad que marcaba su narrativa y la verdad es que sus otros libros ya no fueron tan buenos. Eran libros más inteligentes, más controlados, pero les faltaba ese nervio que sólo sale si vuelcas los miedos que tienes dentro», asegura Gottlieb.

Lo que tiene claro es que cada autor es diferente, no hay leyes generales que aplicar en cuanto el trabajo con los escritores y por eso uno se ha de guiar por su empatía y capacidad psicológica. «Sólo he trabajado con dos autores, muy reconocidos críticamente, grandes estrellas, con los que me he negado a trabajar y todas las veces ha sido por causas ajenas a su obra. Su comportamiento con las personas de mi oficina no cumplía con unas coordenadas decentes», reconoce, sin querer descubrir cuáles eran estos dos autores.

Su toque especial se puede rastrear en lo bueno y mejor de la literatura norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. Por ejemplo, con Toni Morrison. «Somos de la misma edad, tenemos 87 años, y hemos vivido prácticamente lo mismo. Además, ella primero fue editora, así que su sensibilidad y la manera en que lee es muy cercana a la mía, por muy diferentes que sean nuestras raíces sociológicas. Cuando empecé a trabajar con ella, su idea era hacer una novela dividida en tres historias, de la Guerra Civil Americana a finales del siglo XX. Me dio a leer la primera historia y lo primero que le dije es que aquello era una obra completa, que no podía encerrarla en un libro más grande. Ella comprendíó mis argumentos y aceptó. El libro era “Beloved”. Y esto no quiere decir que los editores no se puedan equivocar, pero todavía trabajamos juntos», recuerda Gottlieb.

Errores o no errores

El otro lado de la edición es los llamados «errores» o libros que se rechazan y luego acaban por ser libros de éxito adorados por todos. En su caso tiene un ejemplo claro, «La conjura de los necios», de John Kennedy Toole, aunque él sigue pensando que si la leyese hoy, quizá tampoco trabajaría en ella. «Su madre llegó a decir que John se suicidó por mi culpa. La verdad es que era una persona difícil, que llegaba como una huracán a la editorial y hablaba de forma nerviosa. No puedo decir que me arrepiente de no haberle publicado porque todos los fallos que veía entonces, y estamos hablando de hace más de 50 años, todavía los veo hoy y es importante recordar a los jóvenes aspirantes a editores que lo principal es amar la obra. Si trabajas en libros que no amas, el resultado nunca será tan bueno o satisfactorio», asegura.

Lo importante es volcarse en el trabajo e insistir e insistir hasta publicar el mejor libro posible. «Trabajé mucho con Michael Crichton, autor de “Parque Jurásico”. Es conocido que no era el mejor estilista y que su escritura tenía muchos problemas, pero sus ideas, sus ideas eran maravillosas. Es fácil arreglar una novela siempre que tenga una gran idea detrás, y las de Crichton era geniales. pero sus libros son sólo suyos, nadie puede negarle eso», afirma.

Su principal valor, reconoce, es haber podido trabajar en todo tipo de libros, de temas que él no era especialmente apto, pero eso daba igaul, pues la fascinación de leer todo tipo de libros ha sido el motor de su carrera. «Disfruté mucho trabjando con Bill Clinton. Un día le llamé y le dije: la página 224 es la más aburrida que he leído en mi vida. Él se lo tomó con humor y me dijo, espérate a leer la 421». Gottlieb, el editor de las estrellas, no un editor estrella.