Literatura

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Matrimonio de escritores, ¿quién es mejor, él o ella?

De Mary y Percy Shelley a Paul Auster y Siri Hustvedt, el matrimonio entre escritores siempre ha sido algo habitual, pero sólo ahora, en la era del #metoo, se puede analizar la importancia real de uno y otro

Sylvia Plath y Ted Hughes, epítome de pareja desgraciada de escritores
Sylvia Plath y Ted Hughes, epítome de pareja desgraciada de escritoreslarazon

De Mary y Percy Shelley a Paul Auster y Siri Hustvedt, el matrimonio entre escritores siempre ha sido algo habitual, pero sólo ahora, en la era del #metoo, se puede analizar la importancia real de uno y otro

No hay privilegio más extraordinario que la capacidad de elegir, de elevar al olimpo lo que te gusta y hundir en el barro lo que no. El amor es simplemente eso. Eliges de forma azarosa, quizá por algunos condicionantes psicológicos previos, a un hombre o una mujer y decides que ese es mejor que todos los demás. ¿Lo es? Por supuesto que lo es, pues tú eliges, ese es el privilegio extraordinario. El por qué lo eliges da igual. Quizá tu madre te quería mal y ella no te la recuerda o tu padre te quería bien y él sí te la recuerda, tanto da. Lo importante es elegir y escupir en la frente a todo lo demás. Pensemos en un matrimonio de escritores, por ejemplo. Ahí tenemos dos presuntos talentos enfrentados. ¿Se quieren? Sí, por qué íbamos a dudarlo, pero su historia de amor, francamente, nos da igual. El privilegio aquí es que nosotros podemos elegir al que más nos gusta y elevarlo al olimpo. Y si nos apetece, hundir en el barro al otro para que tu escogido brille todavía más.

Después de siglos de dictadura del patriarcado, en que no había que dudar, sólo elegir al escritor y pensar con condescendencia de la escritora, como si sólo fuese una niña que acabase de escribir una redacción del colegio, ahora se puede mirar a estas parejas con perspectiva y elegir en consecuencia La capacidad de discernir el mérito literario más allá del género es, en realidad, muy sencillo. Esto no quiere decir que todas las mujeres escritoras sean maravillosas. Ni mucho menos. Ninguna mujer representa a todo un género, así que se puede odiar con tranquilidad a una escritora sin complejos.

Pero ahora sí que se le puede dar valor a muchas que hasta ahora se les había negado cualquier capacidad. Y para ello, para darles el valor que merecen, nada mejor que compararlo con sus pedantes maridos y dejar claro que ellas eran mejor. Como la dictadura del proletariado marxiano, primero hay que fustigar a los burguesitos privilegiados para lograr la tan ansiada igualdad. ¿Igualdad? No, igualdad no, en el amor siempre hay que preferir. Empecemos.

En la actualidad hay más parejas de escritores que nunca porque hay más escritores que nunca. Las hay jóvenes, tipo Luna Miguel y Antonio J Rodríguez, ahora pareja de editores en Caballo de Troya; las hay interraciales tipo el poeta Nick Laird y la escritora Zadie Smith, estudiantes que se conocieron en Cambridge y se enamoraron porque eran listos y guapos; las hay muy entrañables tipo Antonio Muñoz Molina y Elvira Lindo. Todos ellos tuvieron el privilegio de elegir pareja. ¿No vamos los demás a elegir quién de la pareja nos gusta más? Eso es lo bueno de preferir. En este caso, y para hacerlo rápido, nos quedamos con Luna Miguel, Nick Laird y Antonio Muñoz Molina. Y en este último caso hay que entender que el amor no tiene por qué ser excluyente. Que quieras más a alguien no significa que no quieras a otros. Elivara Lindo sigue siendo maravillosa.

Un trío amoroso

Hay casos extraordinarios donde el privilegio de elegir se vuelve una trigonometría. Paul Auster estaba casado con Lydia Davis. La cosa salió rana y Auster se casó con Siri Hustvedt. Aquí la cosa se pone dura. Desde luego, Auster es mejor que Hustvedt, pero mil veces peor que su primera mujer, Davis. Sí, todos son escritores, todos escriben, todos tienen lectores afectados por lo que escriben, pero aquí hablamos del privilegio de preferir, del amor real que significa también la literatura.

Inspiración literaria

Uno de los casos más paradigmáticos de matrimonio de escritores es el de John y Penelope Mortimer, unos ingleses que a mediados del siglo XX se pusieron a escribir inspirados por su propio fracaso amoroso. No era tan evidente como el disco «Rumors» de Fleetwood Mac, pero casi. En «Devorador de calabazas» (Impedimenta) el pobre de John queda retratado como el marido cruel que no quiere caer en la monomanía de ella y tener más hijos, cuando a penas puede soportar a los que ya tiene. John Mortimer se hizo famoso por su serie del abogado Horace Rumpole cuando ya no estaban casados, pero en sus páginas se pueden ver los estragos psicológicos que le provocó esa relación. Él, claro está, era infiel e inmaduro. Ella, claro está, era cosas peores, pero escribía de maravilla. Hay que preferirla a ella sin duda. Viva Penelope Mortimer.

Ni rastro de poesía

Uno de los casos más característicos de escritor que hace sombra al talento de su mujer es la del matrimonio formado por Robert Lowell y Elizabeth Hardwick. Él era poeta, que casi es sinónimo de rastrero abusador de palabras y se convirtió en una figura predominante de la poesía americana de la segunda mitad del siglo XX. Ella era crítica, ensayista y cerebrito que en libros como «Noches insomnes» dejó claro que los poetas de la segunda mitad del siglo XX eran niños que lloran la muerte de su mamá. Insoportables. Y Lowell era el mejor de ellos. Más insoportable todavía. La miscelanea de textos de Hardwick le otroga sin duda el campeonato del mundo en esta relación.

En sudamérica hay poetas

Otro poeta, otra desilusión. No te puedes fiar de los poetas, que buscan desesperados a mujeres más talentosos que ellos. Ahí están Percy y Mary Shelley, la autora de «Frankenstein» y él el autor de poemas románticos que ensalzan el amor sólo para ensalzarse a sí mismo. Odioso. También está Sylvia Plath y Ted Hughes, la terrible historia de una mujer que gritó auxilio de todas las formas posibles, con sus pasteles de zanahoria, con sus poemas, con su extraordinario «La campana de cristal» mientras Hughes sólo se miraba y decía en el espejo: «sus ojos son prisioneros del hecho de que sus manos se han convertido en moscas» y sonreía porque el verso estaba bien. Cuando la poesía sirve para silenciar gritos de socorro es que no es poesía, es veneno. Y está Octavio Paz, que siempre ha parecido más una montaña que un poeta, y su primera mujer Elena Garro. Tuvo que separarse de él para poder escribir un libro tan abrumador como «Los recuerdos del porvenir». «Ella es una herida que nunca se cierra, una llaga, una enfermedad, una idea fija», dijo Paz tras su divorcio en 1959. «Y tú eres lo que le pasa a un piojo cuando un mono se la quita a su cría y se lo come. Lo que pasa es el asco y el ñam ñam ñam al masticar», no dijo ella, ¿por qué? Lo que dijo fue esto: «Yo vivo contra él, estudié contra él, hablé contra él, tuve amantes contra él, escribí contra él... en la vida no tienes más que un enemigo y con eso basta. Y mi enemigo es Paz». Nuestro enemigo será Paz entonces. Hay que elegir.

Un trabajo fructífero

No todas las historias de amor entre escritores acaban mal. Algunas empiezan incluso peor. Y otras se cimientan en un extraño compañerismo. Es el caso de Joan Didion y John Gregory Dunne, dos periodistas que les iba las crónicas largas y publicaron decenas de libros. Ellos eran sus primeros lectores y su motor de acción. La inesperada y trágica muerte de él inspiró el libro «El año del pensamiento mágico» y por ello volvemos a favorecerla a ella.

Los hay que simplemente escribían a cuatro manos y así no hacía falta preferir, como los padres de la novela negra nórdica Maj Sjowall y Per Wahloo. Ellos fueron la máxima inspiración para los Henning Mankell, Stieg Larson y compañia. El fallecimiento del marido en 1975 cerró una serie de novielas policíacas analíticas, frías, políticas y brutales que hicieron por primera vez aburrida la novela negra, pero a los trascendentalistas, a los amantes del estupor y el escándalo, a los que quieren que el zumo de piña también ofrezca crítica social, les encantaron.

Otra que debía mucho a su marido, o a su ex marido, o a los dos, porque siempre son dos personas diferentes, fue Carmen Martín Gaite. Él se llamaba Rafael Sánchez Ferlosio y escribía cosas como «El jarama». Ella se presentó con su primera novela al Nadal a escondidas de él. ¿Por qué? Él lo había ganado dos años antes, en 1955. Aún así, la escritora escribiría años después: «Para Rafael, que me enseñó a habitar la soledad y a no ser una señora».

Amantes hay más que uno

Las historias de amor entre escritores no necesitan acabar en matrimonio. Ejemplos hay miles, aunque el más emblemático es el de Simone de Bevoir y Jean Paul Sartre. Tras 50 años de relación Sartre se murió y ella dijo que la muerte los volvería a unir. Él, por su parte, escribió en su testamento que dejaba su legado literario a otra de sus amantes, no a Bevoir. La escritura de Sartre daba rabia hasta muerto. Está claro que escribía para hacer daño.

Otro de los amantes ilustres fueron Anais Nin y Henry Miller. Ella humilló y rechazó a Antonin Artaud, como explica en sus asombrosos «Diarios», así que no merece más que desprecio. Él escribió los trópicos, así que gana él, el K.O es espectacular en el primer asalto. Y luego están George Sand y Alfred de Musset, otros románticos. Aquí también hay triángulo amoroso, pues Sand gana a Musset, pero pierde de forma antológica con Chopin, otro de sus amantes. En la literatura y el amor hay que preferir o no es literatura, menos aún amor, sino a penas un anuncio de pescado.