Conciertos

Pearl Jam convierte el Sant Jordi en la cueva del rock

El último bastión vivo del grunge emociona con un exhaustivo recuento de sus grandes éxitos

La voz de Eddie Vedder volvió a llnar de emoción un estadio que vibró durante más de dos horas y media de una treintena de canciones de la banda que fue muy generosa en versiones y volvió a centrar en «Ten» su primer disco su espectacular repertorio
La voz de Eddie Vedder volvió a llnar de emoción un estadio que vibró durante más de dos horas y media de una treintena de canciones de la banda que fue muy generosa en versiones y volvió a centrar en «Ten» su primer disco su espectacular repertoriolarazon

El último bastión vivo del grunge emociona con un exhaustivo recuento de sus grandes éxitos

Los 90 nacieron con retraso, en ese otoño de 1991, cuando Nirvana presentaba «Nevermind» y Pearl Jam hacía lo propio con «Ten». El grunge, esos tipos zarrapastrosos cantando sus miserias interiores, nacía acabando con el color extravagante y postureo kitch de los 80. Tampoco duró mucho, los noventa murieron en 1998, cuando el imaginario del fin del milenio lo volvió a cambiar todo y el mundo se cansó de oír más pesados lamentos. Han pasado más de 25 años desde aquel 1991 y mucho ha cambiado, pero Pearl Jam siguen incólumnes, el último bastión del ya prehistórico grunge. Ellos siempre fueron los más rockeros de toda aquella escena, los hijos de los 70 con ansias de futuro, lo que demuestra que el tópico «los viejos rockeros nunca mueren» tiene razón. Todos los demás han muerto. Ellos eran los rockeros. Ellos están vivos. La lógica es aplastante.

El Palau Sant Jordi acogió anoche a la banda de Seattle, pero con el corazón en Chicago, en una enésima demostración de fuerza rockera, de cómo las guitarras lastradas y poéticas todavía tienen mucho que contar y transmitir a las nuevas generaciones. Eddie Vedder, Mick McGreedy, Stone Gossard, Jeff Ament y Matt Cameron son viejos, no hay que extrañarse, pero como el mito de la caverna, todavía suenan jóvenes en la distancia, como si el eco los sostuviera imperennes y el peso de la tradición los hubiese conservado en formol. Un científico con una aguja podría haber capturado el sonido y sacado su adn para clonar a una especie de Neil Young Rex. En definitiva, los viejos rockeros siempre muere, pero el viejo rock no morirá nunca.

El grupo salió contemplativo, con un guiño a Philip Glass, como en un calentamiento para comprobar sus fuerzas, para lanzarse ya desde el segundo tema en una interminable montaña rusa de excitación y memoria. Con «Elder woman...» el público ya coreaba todas las letras y con «Corduroy» saltaba hasta las estrellas. Vedder continúa teniendo una de esas voces que levantan el espíritu de los ahogados y ahora suena más sabio y enfadado si cabe, con la dignidad del viejo gruñón. El estadio, que cargó el cartel de «nohay entradas» parecía una convención de cuarentones en pantalón corto, dispuestos a sentirse jóvenes una vez más. Lo consiguieron, Pearl Jam tiene estas cosas. Por la media hora, con «Even flow», aquello parecía un multitudinario baile adolescente. Sólo el sonido no estaba a la altura.

Con una puesta en escena sencilla, marcada por unas lámparas azuladas de espino, el envolvente groove de la banda consiguió que la máquina del tiempo empezase a funcionar, como una gran cueva de rock que transforma a todo aquel que entra, una primitiva regresión a la esencia desde la que todo crece y se hace hermoso e importante. Gracias Pearl Jam por una noche memorable.

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